|
LA SERPIENTE QUE SE MUERDE LA COLA
César Actis I. Brú
El verano de mil novecientos noventa agobiaba a Santa Fe con sus chaparrones de verano, aguaceros que desde el amanecer hasta el mediodía solían descolgar toda el agua del mundo y luego, al evadirse las nubes, el sol, reverberante y cristalino, levantaba vahos entre las vegetaciones; los mosquitos; con su temperatura que si bien no suele superar frecuentemente los cuarenta grados centígrados, tampoco desciende durante enero y febrero más de los veintidós o veintitrés. Un hombre maduro, anciano casi, desgarbado y con aire pensativo golpeó con urbana energía el portón de madera con la aldaba de hierro que, igual que las veletas del edificio, reconocía esa mano. El Departamento de Estudios Etnográficos y Coloniales soportaba estoicamente la siesta debido a su proximidad con el lago -un meandro remanente del viejo riacho San Francisco cegado cuando se construyó el puerto- y con los árboles que atemperaban ese calor casi tropical. En su interior, exhumando periódicos del siglo diecinueve y también pequeños impresos del siglo dieciocho, se encontraba solamente el auxiliar de biblioteca, con su pincel para exonerar el polvillo acumulado donde las hojas hacen como un afónico juego de bisagra, la trincheta con la cual volver a su posición las puntas de los folios y las páginas, y el trozo de lienzo en el cual recoger pequeñísimos fragmentos que debían conservarse. Ensimismado y absorto, cada línea leída y releída en ese silencio quebrado nada más que por los quejidos del material de construcción al dilat arse, adquiría ribetes de mágica veracidad y de "realidad" al modo y medida de la conciencia del paciente auxiliar.Algún pajarito ebrio de sol dejaba que se oyera también ese rumor apenas perceptible de las alas y el suspiro del vuelo. Al oír el llamador en la madera de la enorme puerta del frente (¿había oído la primera vez? o ¿cuántas veces habrían llamado?) sobresaltándose apenas, sacudió el polvillo de sus manos, los casi imperceptibles trocitos de papel (papel elaborado dos siglos atrás, o siglo y medio por lo menos) que se le habían pegado a la ropa, electrizados por el roce del pincel y por el aire caliente que soplaba denso y pesado por la entreabierta ventana, lo suficiente para la ventilación y la mínima luz en la penumbra. Pasó por el lavabo de aguas generosas y el jabón perfumó sus dedos, que introdujo entre los cabellos desprolijos para cumplir un doble efecto: humedecer la cabeza y secar las manos, no con la percudida toallita comunitaria, compartida con los demás integrantes del departamento, algunos de los cuales iniciarían su trabajo poco más tarde y otros lo habían concluido pasado el mediodía. El chorro de sol hizo que frunciera el ceño y semicerrara sus ojos, aún obnubilados por la tarea, la lupa y la penumbra. El hombre casi anciano, de abundante cabellera blanca no estaba molesto, ni parecía incómodo por haber esperado que le abrieran: - ¿El Dr. Zapata Gollan? - Hace más de tres años que falleció -balbuceó atónito el empleado mirando al visitante- y agregó: "En el ochenta y seis". - ¿Puedo pasar?, preguntó con un tono que parecía hacer innecesaria la respuesta. - ¡Sí, cómo no!, respondió cortésmente el auxiliar y, reponiéndose con cautela del asombro, inquirió: ¿A qué ha venido? Fui muy amigo suyo, el mejor, el único, sin duda alguna. Estuve con él en su primer viaje por el mundo. Antes, lo acompañé en el Colegio de la Compañía de Jesús y en la Universidad que José Gálvez fundó en Santa Fe. Lloré -inconsolablemente con él- cuando su hijo adolescente falleció. ¡Mire -dijo de pronto cortando su relato y señalando hacia adentro de una de las oficinas del Departamento- allí estarán su globo terráqueo y su escritorio que por medio siglo aguardaron en la casa querida de calle Entre Ríos al 27... Se habían quedado conversando el el ingreso -un poco más adentro- casi en el hall, antes de llegar a la escalera que lleva al primer piso, y con una de las hojas abiertas del portón de entrada. Al contraluz percibía, sin embargo, la mirada inteligente, con un brillo entre irónico y nostálgico, enmarcada por los cabellos desordenados en esa cabezota noble. El sol hería -¡ésa es la palabra!- aquello que una de las abuelas del auxiliar de biblioteca llamaba "pomeriggio". El visitante continuó: - Nadie lo sabe, pero estuve con él cuando entró de visita a la abadía de Santo Domingo de Silos y sorprendió al hermano portero recitándole versos de Gonzalo de Berceo y cuando quedó extasiado contemplando el códice iluminado de Beato de Liébana sobre el Apocalipsis de Juan... ¡Es largo de contar! y ¿quiere que le diga la verdad? Me estoy cansando. Mientras cerraba la puerta y la penumbra regresaba piadosamente a las pupilas, el auxiliar demandó con fingida sequedad, para no quedar totalmente atrapado en la fascinación que ese hombre robusto y bajo había conseguido ejercer desde el momento en que llegara y que iba en incremento según profería sus palabras: - ¿No se enteró que había fallecido? El edificio del Departamento de Estudios Etnográficos y Coloniales cuenta con varias entradas. Una, por la que se accede directamente a las oficinas, en el ala que mira al poniente siempre vigilada por la casa de Alcántara; otra es la del garaje y otra, más atrás, en un apéndice del mismo que, tapia por medio, comunica con el Parque del Sur. Existe también una puerta que mira al norte, casi pegada con la del garaje que tiene tres grandes hojas. Tal vez por ésta, en esa siesta ingresó a tomar su turno el jefe de guías, un profesor en artes plásticas y escultor de renombre, un hombre alto, rubio, de ojos increíblemente azules. Apareció de improviso en el recinto donde morosamente el visitante y el auxiliar de biblioteca dialogaban. El hombre casi anciano, bajo, robusto, de noble cabezota blanca, pareció que exclamaba: - ¡Favaretto! Y, adivinando la pregunta del recién llegado con la inconfundible mirada sagaz y la sonrisa socarrona, susurró: - He venido a buscar mi corazón. Estupefactos, sorprendidos, impávidos ambos, el jefe de guías y el auxiliar de biblioteca, miraban hacia un punto donde, en ese momento, parecía estar nadie. A la memoria de Agustín Zapata Gollan. |