METAL VENIDO DEL CIELO
César Actis I. Brú

En un solar de "extramuros", al sur de la ciudad de Santa Fe, Mariano había construido una mínima fragua con mucho esfuerzo, poco dinero y alguna ayuda de otros libertos.

En los documentos de la época, expedientes civiles, escrituras públicas, aparecen otros Marianos esclavos, pero ninguno de ellos parece ser - hasta el momento - el protagonista de esta historia.

Mariano había nacido alrededor del año 1731 y su madre lo había donado a los padres de la Compañía con la esperanza no tan secreta de que, al venirse mozo, ingresara siquiera como hermano coadjutor y automáticamente fuera hombre libre.

En las tertulias sin fin que se prodigaban sus amos, ella había escuchado que por una cédula real de 1625 los negros que entraran por Buenos Aires sin licencia debían ser declarados libres, pero también sabía que esto no se había cumplido.

Sus propios abuelos llegaron en un navío portugués procedente de Angola que, fingiendo averías, los había descargado con otros sesenta esclavos en el puerto de Santa María de los Buenos Aires.

En almoneda fueron vendidos allí mismo y repartidos, unos a la Villa Imperial del Potosí, otros a Córdoba de la Nueva Andalucía y tres o cuatro a Santa Fe, la de la Vera Cruz.

También había escuchado que en un concilio se había ordenado a los obispos que dieran libertad a los esclavos de la Iglesia que fueran admitidos en el clero y eso le pareció una ventana abierta en el futuro de su hijo.

Y sus amos, como el niño aparecía frágil y muy débil, pensando también que sería más una carga que una buena inversión, accedieron "piadosamente" a los ruegos insistentes de su esclava.

Y Mariano creció entre los superhombres del Colegio de la Inmaculada Concepción - los padres de la Compañía - y los hombres - los hermanos coadjutores - sin creer sinceramente que alguna vez llegaría a ser alguno de ambos.

Sin embargo, su buen carácter y su temperamento dócil y dispuesto, su honesta piedad para las cosas de Dios y su sereno y sostenido ánimo de trabajo le permitieron - siempre esclavo - ser destinatario de un trato diferente. La libertad de Mariano, intuida por su madre, estaba en el buen camino, aunque no fuera estrictamente el pergeñado.

Cuando la Compañía de Jesús fue expulsada de todos los dominios de la Corona, y sus bienes expuestos a la codicia de todos, Mariano compró su libertad a la Presidencia de la Junta de Temporalidades de Santa Fe - ejercida en ese entonces por el capitán Francisco de la Riva Herrera - en ciento sesenta pesos, ya que había conseguido rebajar su precio fingiendo que era tuerto del ojo derecho y además gotoso, maguer su joven adultez.

Pese a que las probabilidades, según la lógica, eran adversas en todo sentido, nadie sabe - ni se supo - por qué, le habían creído.

Con esa estratagema, además de adquirir su libertad, Mariano había conseguido ahorrar cuarenta pesos de los doscientos que el P. Elías había puesto secretamente en sus manos.

Seguramente el buen jesuita, al no poder llevar consigo cosa alguna, consideró que de ese modo pagaría ante el Señor su entrada al Cielo al posibilitar la libertad de un cristiano de la ominosa esclavitud, o por lo menos la seguridad del Purgatorio, lo cual no era - tampoco lo es ahora, ciertamente - poca cosa.

Este religioso no se encuentra consignado en las Cartas Annuas que se han podido consultar y tampoco se han hallado registros sobre él en otros documentos, los cuales debieran guardar alguna referencia de su estada en la ciudad.

Solamente la memoria.

Volviendo al caso, diremos que en la pobre ciudad, Mariano medraba serenamente su libertad, motoso Vulcano en los muladares del imperio donde nunca se ponía el sol, sin que alguien se ocupara de su vida, lo molestara ni envidiara lo que Dios y el Cielo le habían concedido.

Rejas, goznes, clavos, herrajes varios, salían del fuego de la fragua y del frío del yunque sobre el cual blandía su martillo, mezclando su sonido con el canto que brotaba de sus dientes blanquísimos en un canto compuesto por susurros cadenciosos y sibilantes.

Aparecían de su mágico fuego, regatones y moharras, frenos y bocados para las cabalgaduras y - en ocasiones - algunas corazas que protegían el corazón de los españoles americanos cuando latían - ulanos transterrados - en feroces combates contra los endiablados endriagos de la tierra.

Pero eran las herraduras, que forjaba y él mismo colocaba, las que abrían las puertas diariamente a la oculta prosperidad que Mariano atesoraba, construida sobre la base de las pobres pertenencias que le dejara el jesuita que, casi sin duda, estaría gozando de la visión beatífica en la paz de los cielos.

Porque los caballos y las mulas gastaban herraduras y la ciudad necesitaba de ellos cada vez más, porque no se podía confiar enteramente en las naves que bajaba y subían al puerto entre Asunción y Buenos Aires, dado que los vaivenes políticos y económicos de la metrópolis ya lo favorecían, ya lo perjudicaban.

Así, entonces soberbios capitanes, influyentes comerciantes, ignotos conductores de recuas y todo aquél que tuviera alguna vinculación con actividades ecuestres, recalaba tarde o temprano en el perchel candente y sonoro de Mariano.

Una mañana se apersonó en su patio un erguido caballero, llevando de la brida un corcel blanco como no se había visto antes en la ciudad.

Pese a su gallardía y a la evidente nobleza de su porte, el hombre no acusaba engreimiento ni altivez; tampoco la mirada despectiva tan usual en los de su clase.

Casi cortésmente, le encargó a Mariano que herrara al animal con el mejor de los metales y le avisó que a la hora de la oración vespertina volvería por él.

En una ciudad como Santa Fe, el metal para el trabajo cotidiano era muy escaso y provenía de tochuelos que llegaban cada tanto allende el mar, y de la recuperación de fragmentos y objetos en desuso, que morían y renacían en su fragua o que, mejor dicho, sufrían una metamorfosis flagrante y luminosa entre las palmas blancas de las manos y la mirada renegrida del devenido sexagenario herrero. En más de una oportunidad Mariano careció por completo de la materia prima necesaria para su trabajo, llegando casi a dos las semanas que estuvo sin poder trabajar.

Y esta oportunidad era de una de aquellas en las que el metal disponible no le alcanzaba para cumplir con el encargo.

Pero aceptó el trabajo porque - repentinamente - la mirada de su interlocutor hizo presente algo en su memoria.

Con los doscientos pesos, el Padre Elías le había entregado un hatillo pesado, con unos manuscritos y un trozo de estrella que había caído en las cercanías de San José de Caazapá, en las misiones de "terra paraquaria".

Una vez despedido el comitente, Mariano se reencontró con el pasado y con el trozo de meteorito que en su masa pétrea contenía el más puro de los hierros.

Ya en la fragua, lo sorprendió (no debió haberse sorprendido) que el hierro provisto por la estrella fuera exactamente la cantidad que le faltaba para cumplir con el encargo.

Las cuatro herraduras - las más hermosas que había forjado en toda su vida - brillaban en las extremidades del caballo cada vez que las alzaba, piafando una y otra vez.

Mariano entendió que el animal lo invitaba a que subiera sobre él, a que lo montara.

Dudó. Porque sabía que - salvo los camitas del Magreb - los negros nunca fueron jinetes. Lo sorprendió (no debió haberse sorprendido) recordar que un mulato se había destacado como domador en una de las estancias de San Pedro.

Cuando el caballero regresó esa tarde de 1794, vísperas de la solemnidad de la Ascensión del Señor a los Cielos, con indisimulada satisfacción pudo ver - y todos lo vieron - a Mariano montado en un corcel blanco como la nieve que levantaba vuelo, cabalgando en los aires diáfanos y celestes, hacia la eterna libertad.

Con una sonrisa, el jesuita suspiró profundamente mientras un carro de fuego lo arrebataba serenamente hacia los cielos.

A Vicente M. Grases Millet





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