EL INCUNABLE
César Actis I. Brú

Había aparecido nuevamente, como cada vez que reordenaba su biblioteca.

En ella -la biblioteca- coexistían varias y diversas obras. Las que estaban allí (no más) al rápido circuito de la mano para la consulta casi diaria.

Las otras, que moraban en los altos anaqueles esperando una lectura motivada por circunstancias especiales. Y por último, las menos, aquellas que dormían reservadas de la mirada curiosa de los visitantes para evitar mociones de codicia.

Entre éstas (valiosas por antiguas, inhallables, cuidadosamente encuadernadas) estuvo el libro que ahora se queja entre brevísimos y desmesurados arrebatos pirofánicos cada vez que las llamas alcanzan regiones de páginas impregnadas en letras de color, iniciales de oro, acápites ilustrados, o el pergamino de las tapas estalla en ampollas estrepitosas y gemebundas.

Ese libro lo había obsesionado desde niño, cuando aún no alcanzaba a comprender el significado de aquellas palabras extrañas que terminaban apocándolo.

Restregaba entonces sensualmente -como única alternativa- sensualmente las tapas revestidas en pellejo de cordero, raído, curtido y estirado en Pérgamo en el cual se advertían los poros de esa piel ya rígida y amarillenta, bruñida por la grasitud de manos innumerables a lo largo de siglos.

La posesión de ese incunable era un misterio. La tradición de la familia lo hacía propiedad de un mítico pariente que viviera en el Perú a principios del siglo XVII.

Noble varón perteneciente a la no menos noble Orden de los Frailes Predicadores en la sede del opulento virreynato.

Quizás -conjeturaban en atávicos delirios, cuando en reuniones familiares revisaban y carpían las raíces del linaje- lo obtuvo del pesquisidor de la Orden quien habría entendido en el caso de brujería, hechicería o magia negra de que fue acusada la Quintrala.

Tal vez él mismo debió juzgar el asunto y lo reservó para sí.

El incunable era ciertamente un ritual de magia negra.

"Ocultae Scientiae", cabalgaban las toscas letras en el lomo, y era de final del siglo XV: "Rotterdam MCDXCIX"; en la línea correspondiente al editor los taladros o las polillas se habían devorado el nombre y se alcanzaba a leer tan sólo "......... ....bein".

Como haya sido, ese libro estuvo siempre con él. Desde que abrió los ojos hasta hoy.

Arde fecundo en fuegos entre fuegos extraños y parece no agotarse.

Una tarde, alumnos suyos de la facultad, vinieron a consultarlo.

No sabe cómo, se encontraron hablando de ensalmadores, curanderos, brujos, magos y hechiceros.

Entusiasmado les mostró y les ofreció el libro (¡el incunable!) extrañamente alejado de su consciente y mezquina determinación de escamotearlo a la codicia de los otros.

En la mañana siguiente, los despavoridos estudiantes interrumpieron sus lentos ademanes de recién despierto.

Venían con el libro y lo arrojaron en sus manos.

Muebles, trebejos, recipientes, apuntes de clase, herramientas, ropas, todo había comenzado a levitar gravosamente según los estudiantes recitaban en alta voz las fórmulas escritas en latín romance.

En la modesta habitación sopista -en esa madrugada de liturgias alcohólicas- había aparecido un torbellino perezoso que amenazaba tragarse cuanto hubiera.

Cuando cerraron e

l ritual se aquietaron los enseres y volvieron a los sitios de los cuales parecían no haberse movido nunca.

Un juego peligroso de aprendices de brujo.

Azorados estaban. Y decidieron no retener ese librejo ni un minuto más. ¡Que vuelva con su dueño!

Él decidió entonces arrojarlo a la hoguera ("Libro maldito" -había dicho su madre alguna vez).

Sin duda alguna provenía del infierno y al infierno, por el fuego, volvería.

Azules llamas retuercen el libro endemoniado que se quema, delante de sus ojos mientras una escena patente cobra vida: de las llamas una mujer emerge en contorsiones con alaridos de dolor (la plaza parece de Sevilla) y un joven aterrado aprieta un incunable contra su pecho que acaba de alzar entre las llamas (está forrado en pergamino).

Ha decidido partir a las Indias Occidentales, lo más lejos posible, tal vez a Lima, sede de un opulento virreynato.

Enmendará su vida y no delatará jamás a persona alguna al Tribunal del Santo Oficio.

Más aún, verá si es posible ingresar a alguna Orden Religiosa.

A Ricardo Ríos Ortiz





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