EXAGERACIONES Y QUIMERAS EN LA CONQUISTA DE AMÉRICA (110)
Teresa Piossek Prebisch

Este libro escrito por José Luis Víttori, miembro de la Academia Argentina de Letras, consta de siete medulosos capítulos a lo largo de los cuales desarrolla su idea eje: exageración y quimera parecen formar parte de la esencia de Hispanoamérica y, si bien se piensa, no podía ser de otra forma.

Efectivamente, el nacimiento de Hispanoamérica el 12 de octubre de 1492 fue la transformación en realidad de algo que, hasta entonces, había sido quimera -la de la redondez del globo- gracias a la hazaña de Colón de arribar a lo que creyó ser Asia, navegando hacia occidente y no hacia oriente, como hasta ese momento había sido de rigor. Fue un acontecimiento colosal que les tocó vivir al descubridor y a sus hombres, en uno de los momentos cimeros de la historia humana:

Llevaban dos meses de viaje incierto en naves de estremecedora fragilidad, sometidos al hacinamiento, a la mala alimentación, a los roces de la convivencia obligada, al miedo que los empujó hasta el borde del motín, cuando de pronto, en contraste con esa lóbrega circunstancia, todo se les transformó como por obra de un encantamiento: se les apareció la anhelada tierra y lo hizo en una de sus versiones más preciosas, la del paisaje caribeño de la isla de Guanahaní, sencillamente paradisíaca. El espectáculo les resultó deslumbrante: el aire limpio, el verdor de la arboleda, el turquesa del mar tibio y, sobre todo, la inocente y bella desnudez de los aborígenes tan contrastante con el prurito europeo de cubrir el cuerpo considerado reducto de pecados. Todo ello Colón y sus hombres lo recibieron simultáneamen-te, junto, concentrado, en alud. Fue como si pasaran de la tiniebla a la luz y sintieron que se les estremecían todos los sentidos, que les vi-braban todas las fibras del alma.

Este estado de culminación emocional debió darse con especial intensidad en Colón porque, además, había triunfado y sabía que con su triunfo hacía triunfar a toda la humanidad sobre lo que el historiador español Francisco Morales Padrón llama "geografía mítica" que, entre sus asertos, sostenía aquél del Mar Tenebroso poblado de monstruos que, al terminarse la planura de la tierra, se precipitaba al vacío infinito tragando naves y navegantes. Es fácil comprender, en-tonces, que al escribir su experiencia lo hiciera volcando esos senti-mientos culminantes de un modo que puede resultar exagerado para la medida de una existencia común, pero que correspondía a la cúspide emotiva que él había alcanzado. Pero lo que importa para el tema del libro que comentamos es que, desde ese momento inicial -como señala Víttori- se inauguran los equívocos, excentricidades y magnificaciones que se sucederán a lo largo del tiempo, durante la conquista y colonización de América por España.

Tan fuerte ha sido esa tendencia iniciada en el final del siglo XV y afianzada en el XVI; tan marcadora de huellas mentales y tan formadora de una "escuela" de pensamiento, que hasta hoy, postrimerías del siglo XX, persiste generando lo que desde aquellos tiempos generó: conflicto de opiniones. Ignoro si otro proceso de descubri-miento, conquista y colonización equiparable al consumado por España, en América ha originado un fenómeno similar.

Que haya conflicto no es negativo en sí; lo negativo ocurre cuando las opiniones son vertidas sin fundamento, como escribe Víttori, en base a una información parcial, lejos de responder al sentido contemporáneo de la verdad histórica afirmada en el examen de las fuentes documentales, lo que desemboca en interpretaciones tendenciosas, propias de pasiones e ideologías exacerbadas o, en el mejor de los casos, sienta opiniones y arriesga juicios anacrónicos, al hacer contemporáneos nuestros, en el siglo de la descolonización, a españoles e indígenas del siglo XVI, conquistador y conquistado sin detenerse a pensar cómo era su realidad y cómo eran ellos en su tiempo.

Víttori asume la actitud mental opuesta. Considera que hay que tratar de meterse en la piel de los actores de los sucesos, en el caso de la conquista de América, aborígenes anonadados por una poderosa cultura desconocida para ellos, de la que eran portadores hom-bres de la España renacentista que en todo aspiraban a la plenitud, a lo máximo.

El propósito del autor es intentar un examen discreto de los textos objeto de su estudio -crónicas, cartas, relaciones de los siglos XV y XVI, más un informe del siglo XVIII- con ánimo curioso más que polémico, para aclararnos dudas en busca de una relativa verdad, con el apoyo de una nutrida bibliografía especializada.

Desde 1492 el avance de los españoles sobre la tierra descubierta fue sostenido. Primero por el ámbito caribeño -islas y costas continentales- y, a medida que lo hacían, más se maravillaban. La maravilla pareció llegar al extremo con la conquista de Méjico por Hernán Cortés, ocasión en que el Viejo Mundo se enteró de que el Nuevo no estaba habitado únicamente por pueblos primitivos, sino también por asombrosas civilizaciones, en este caso, la del imperio azteca.

A los españoles que marchaban por el territorio imperial les parecía cosa de magia, de encantamiento que en un mundo sin hierro, sin rueda, sin animales de tiro o carga, se hubiese levantado los bellísimos centros urbanos que iban conociendo; las imponentes pirámides ceremoniales de arquitectura perfecta, de muros de impecable cantería. Y cuando desde las alturas de las montañas tuvieron la visión de la ciudad de México-Tenochtitlán, en medio del espejo de agua del lago Texcoco, creyeron estar ante la materialización de la quimera europea de los reinos míticos que campeaba en los libros de caballería, y hubo soldados a quienes les pareció estar viviendo páginas del Amadís de Gaula.

Lo que sucedía era que América era, ella misma, una quimera, una exageración, desde la variedad de grados culturales de sus habitantes, hasta el exotismo y monumentalidad de su naturaleza. Esta condición americana hizo que el estado de asombro se tornase normal en el español conquistador-colonizador, al punto que bien puede decirse que América conquistó y colonizó su mente. Por eso, cuando este español se expresó lo hizo, muchas veces, con exageración, como en estado de trance, tendiendo a la desmesura, proponiendo quimeras.

Así, influidas sus mentes por la irreal realidad americana, si las ciudades aztecas les parecían obra de encantamientos, el número de sus habitantes se multiplicaba y alcanzaba miles, millones. Son las cifras que el investigador Ángel Rosenblat califica como hiperbólicas y hay un ejemplo muy elocuente de la medida de su exageración que da otro investigador, el inglés Nigel Davis, citado por Víttori: Hernán Cortés, tan racional en otros aspectos, en una carta dirigida a Carlos V narra el triunfo de su hueste de unos 500 hombres sobre un ejército azteca integrado -según él- por 149.000 guerreros. Si bien es verdad que la mayoría numérica del indígena sobre el español fue siempre aplastante, resulta poco creíble que ese ejército azteca alcanzara una cifra superior a la que sumaban los ejércitos de Wellington y Napoleón en la batalla de Waterloo.

Cuando más de una década después de conquistado Méjico los españoles se adueñaron del Perú, se produjeron similares exageraciones fruto de la emoción profunda ante la dimensión de la realidad. Comencemos refiriéndonos a la forma en que se produjo la conquista del imperio inca: Si un clarividente la hubiese anticipado, se habría juzgado que estaba proponiendo algo quimérico, pero hete aquí que la quimera se hizo realidad cuando en un encuentro hispano-inca que quizá no duró más de dos horas, Atahuallpa, el último emperador, fue apresado y con él cayó no sólo su imperio, sino toda una historia secular de civilizaciones sucesivas, que había comenzado antes de nuestra era.

A medida que los conquistadores se internaban por el ya ex imperio, las imágenes alucinantes iban apareciendo. Eran quimera hecha realidad los caminos de la red vial imperial, el templo de Pachacamac, la imagen de Cuzco con su Templo del Sol y su Fortaleza de Sacsahuamán que -como expresa Víttori- a los españoles les hizo preguntarse perplejos cómo ese pueblo andino, con limitados recursos técnicos pudo mover, tallar, pulir, ubicar y ensamblar esas piedras de varias toneladas de peso. Les resultaba un mundo incomprensible para el que ellos no hallaron respuesta y, en muchos casos, aún hoy no se la halla. Por lo tanto, ¿cómo semejantes visiones no iban a suscitar descripciones encendidas, teñidas de la exageración hija del estupor? Si actualmente, a pesar de estar preparados para lo que vamos a encontrar la visión de Machu Picchu, de Pisac, de Ollantaytambo nos deja estupefactos, ¿qué conmoción no se produciría en el alma de los primeros españoles que contemplaron esos monumentos? Insistimos: la realidad de América era quimérica, era exagerada, tanto en la obra de sus culturas superiores como en la de su naturaleza superlativa.

Dijimos antes que la exageración que le viene a América desde la cuna sobrevive hasta hoy y lo lamentable es que, a veces y como antes se señaló, la exageración actual está teñida de obnubilación, de irreflexión. Víttori dedica muchas páginas a analizar dos temas sobre los que suele ejercitarse especialmente esta forma de distorsión. Uno, que el español arrasó indiscriminadamente con la cultura aborigen. Otro, el llamado etnocidio o genocidio de aborígenes consumado por él, en América.

Comencemos por el primero que Víttori ejemplifica con el caso de Fray Diego de Landa, Provincial franciscano en la península de Yucatán. En 1562, al enterarse de que sacerdotes del culto maya habían ofrecido sacrificio humano de niños, a sus ídolos, ordenó destruir sus imágenes y quemar libros en los que se conservaban tradiciones histórico-religiosas.

Esa es la acción que ha quedado congelada y que muestran los detractores de la conquista quienes hablan de destrucción de miles de libros, pero he aquí que la investigación seria demuestra cuatro realidades que hacen cambiar el panorama:

La primera: que la producción yucateca de papel no daba como para producir miles de volúmenes.

La segunda, que en los registros franciscanos consta que esos libros o códices o rollos eran 27.

La tercera, que antes de la conquista hispana se había producido una cruel guerra entre los mayas de Yucatán y los del Petén, una de cuyas consecuencias fue la quema de numerosos códices del vencido, por el vencedor.

La cuarta realidad no es, por cierto, la menor: que Landa debió afrontar, por el exceso cometido, lo que Víttori describe como un largo y engorroso proceso eclesial y civil que duró ocho años. Que renunció a su investidura con motivo de la acusación y el proceso. Que arrepentido y para reparar su error, se dedicó a recoger información entre mayas memoriosos y con ella compuso una de las obras más importantes de la literatura de la conquista: Relación de las cosas de Yucatán.

Entremos, ahora, al segundo tema -el del etnocidio o genocidio- que merece la especial atención que le dedica Víttori por dos razones: la primera, por ser la mortandad masiva de indígenas, en el siglo XVI, un fenómeno digno de estudio. La segunda, porque suele ser tratado de manera tal, que resulta ejemplo paradigmático de falta de objetividad y ausencia de rigor intelectual.

Basándose en las cifras hiperbólicas a las que hicimos referencia, los sostenedores de la teoría del etnocidio afirman que nuestro continente, al momento del arribo español, tenía una población de 100.000.000 de habitantes, la misma de Europa con mayor capacidad de producción de alimentos. Esta afirmación no resiste la confrontación con los datos de la realidad relativos a esa capacidad por parte de América precolombina. Veamos:

Prácticamente la mitad de las comunidades aborígenes eran nómades o seminómades, que vivían de la caza, pesca y recolección. Es decir, no eran productoras de alimentos, sino predadoras: comían lo que hallaban; si no hallaban, no comían; si no comían, morían de hambre. El resultado era que esas bandas estaban compuestas por no más de 50 o 100 individuos pues no podían crecer más; imaginemos solamente cuán negativamente debía influir ese modo de vida en la mortandad de la población, sobre todo la infantil de la que Víttori da una cifra muy alta: 50%.

En contraste con esas bandas nómades, la mayor densidad poblacional se daba en los pueblos sedentarios, agroalfareros -los andinos, también, pastores- que eran productores de alimentos además de recolectores. Entre aztecas, mayas e incas la agricultura precolombina alcanzó su mayor eficiencia, sin embargo, en el siglo XVI no había llegado al nivel de productividad de la del Viejo Mundo por lo elemental de su tecnología limitada a escasos y primitivos instrumentos. Recordemos que el aborigen americano no conocía el hierro ni tenía un animal como el buey, gran aliado del agricultor que facilitaba la pesada labor de arar la tierra.

También carecía de aves de corral como las llamadas gallinas de Castilla, y de ganado mayor y menor, salvo las llamas y alpacas que se pastoreaban en el área andina, pero que no tenían el rendimiento del ganado originario del Viejo Mundo.

Si a estos factores agregamos los habituales rigores climáticos que azotan todo el globo, no es de sorprender que en la tradición indígena prehispánica haya tantas historias de hambrunas confirmadas por los hallazgos arqueológicos. Estos comprueban que la desaparición de algunos pueblos se debió a la incapacidad de producir suficiente cantidad de alimentos. Igualmente, en algunos esqueletos hallados en enterratorios se detectan muestras de desnutrición. Un dato que merece tenerse en cuenta en relación al tema es el hábito indígena de consumir alucinógenos y drogas que, entre otras cosas, engañan el hambre.

Otros factores que no deben obviarse porque influyeron en mantener reducida la densidad demográfica americana son los siguientes: los sacrificios humanos masivos -sobre todo de gente joven, en edad fértil- como los practicados por los aztecas. La antropofagia, mucho más difundida de lo que generalmente se acepta, que incluía niños hijos de esclavas. La castración de esclavos varones. La práctica del suicidio y de la matanza de infantes ante una situación extrema. La sodomía y homosexualidad masculinas. Y, fuera de esto, los flagelos universales de las pestes.

El análisis de estos factores ha llevado a los investigadores es-tudiados por Víttori a la conclusión que nuestro continente, tanto por las características de su fauna, como por la capacidad de sus comunidades para producir alimentos, no podía, de manera alguna, alimentar a 100.000.000 de personas. ¿Cuántas, entonces? Los más optimistas concluyen en que menos de la mitad de esa cifra; los más pesimistas, que sólo unos 8.400.000. A mi criterio, la cifra más aceptable es la de Ángel Rosenblat: 15.000.000 para todo el continente, desde Alaska a Tierra del Fuego, distribuidos muy irregularmente. De esta cifra, en Argentina, Paraguay y Uruguay solamente vivían 500.000, número que armoniza con el que da otro investigador, Francisco de Aparicio, para nuestro país exclusivamente: algo más de 340.000.

En este tema muy desarrollado por Víttori vemos cómo la exageración del siglo XVI sustenta la exageración del siglo XX, muy influida por la intromisión de ideologías y preconceptos. No obstante, es indiscutible que la población aborigen experimentó una disminución sensible por causa de su contacto con el hombre del Viejo Mundo, tanto blanco como negro esclavo, y que, en parte, se debió a la explotación y al shock anímico sufrido por el indio al confrontarse con una cultura desconocida, cuyos representantes poseían una avasalladora energía. ¿Pero cuál fue el motivo fundamental de la mortandad? La respuesta nos la brinda nuevamente la investigación científica:

Fue principalmente provocada por enfermedades infecciosas para las cuales el aborigen, con siglos de aislamiento geográfico, carecía de anticuerpos: difteria, sarampión, gripe y, sobre todo, la terrible viruela que se propagó como reguero de pólvora desde las Antillas y Méjico hasta Chile, el Tucumán y el Río de la Plata. Lo curioso es que, no obstante este fenómeno, al finalizar el siglo XVI la población nativa constituía el 90% de la sociedad hispanoindígena y, los españoles, el 1%. El resto lo formaban mestizos y negros. Con tales cifras, ¿puede hablarse de etnocidio?

Víttori agrega aquí otro dato interesante: que en ocasiones algunos conquistadores tuvieron con el tiempo escrúpulos de conciencia y para apaciguar sus remordimientos por la energía o injusticia de sus acciones, ofrecieron reparaciones en la imagen de los santos tutelares, de las instituciones que asistían a los indios desvalidos o a las mismas comunidades aborígenes. Esto -escribe más adelante- es una prueba más del trasfondo mágico de Hispanoamérica y fue lo que hizo, en el campo intelectual, el antes citado Fray Diego de Landa.

Hay otro tema muy importante que Víttori no deja a un lado y es el siguiente: que si bien la población aborigen sufrió, también lo hizo el español. La historia de la conquista está jalonada de desventuras, de muertes, de sacrificios y esfuerzos que hoy, a nosotros rodeados como estamos, de las facilidades del progreso y los sirvientes tecnológicos, nos parecen sobrehumanos. ¿Cuántas vidas españolas se cobró la conquista? ¿Cuántas la gesta de trasladarse aquí a hacer de estas tierras la nueva patria, trayendo en endebles naves todo su patrimonio cultural? Difícil hacer la cuenta, pero lo cierto es que fueron muchas.

En la parte final de su obra Víttori se concentra en el área rioplatense de nuestro país, en el capítulo titulado Quimeras en el Río de la Plata. ¿Cómo ocurrieron las cosas aquí? De manera distinta a como sucedieron en el Caribe, Méjico o Perú pues la realidad fue distinta. No había islas paradisíacas ni ciudades asombrosas. No había oro ni plata. No había poblaciones sedentarias sino bandas nómades o seminómades que vagaban por la pampa o navegaban los grandes ríos, en sus canoas. Sin embargo, no faltaron las quimeras y las exageraciones.

Las exageraciones, los 25.000 indios que sitiaron la primera Buenos Aires, según Schmidl. Los otros 25.000 que supuestamente repartió Garay entre los fundadores de Santa Fe.

Entre las quimeras, unas hay que tenían basamento real. Eran las de El Imperio del rey Blanco, de La Sierra de la Plata, de El País de los Césares. ¿Cuál era ese basamento? El imperio inca, con su so-berano y sus riquezas de leyenda que, al momento del arribo español, había llegado a su máximo poderío y era renombrado entre las comunidades limítrofes que mantenían contacto con él. Con las de los indi-os chaqueños quienes, a su vez, lo mantenían con los canoeros riopla-tenses. Con los indios de San Luis, provincia donde estuvo Francisco César, de cuya exploración nació la leyenda del País.

Pero hay otro tipo de quimeras que alcanzan el nivel del cuen-to de hadas, entre ellas, quizá ninguna como las expresadas por el arcediano Martín del Barco Centenera, en versos de su poema La Argentina, en los que, pretendidamente, "describe" la naturaleza de la región: Habla del Carbunclo, animalito con espejo reluciente en la frente... De sirenas que emergen del Paraná y cantan dulcemente en las noches... De Tritones [que] salen arrastrándose del mar para es-panto de las mujeres. De perros danzantes [que] se suicidan arroján-dose al cráter de un volcán... De una mariposa que se transforma en ratón...

Contrastan sus palabras con el realista testimonio de Isabel de Guevara, miembro de la expedición de Pedro de Mendoza y, por supuesto, con el informe dos siglos posterior de Félix de Azara, hombre de la Ilustración, quien también, a su turno, ha merecido críticas por su inexactitud.

Y otras quimeras más aportaron los españoles, ya en el campo de la vida real, no del escrito. ¿No son una quimera, acaso, los objetivos de las expediciones de Alcazaba y Mendoza? Al primero le otorgaron la inhóspita Patagonia y, al segundo, el rey le ordenó fundar una ciudad y tres fuertes de piedra en la pampa sin piedras, sin árboles, sin comunidades sedentarias que sustentaran tales establecimientos. Al final, ya lo sabemos, la realidad se impuso con su fuerza indetenible: los fuertes y la ciudad quedaron en la nada y los sobrevivientes se concentraron en Asunción del Paraguay.

Ahora saldré un poco del tema del libro de Víttori para decir que también sonaba a quimera la conquista y colonización del Noroeste argentino, de lo que se llamó El Tucumán, pero aquí la quimera se volvió sólida realidad con el arraigo de la más antigua ciudad argentina -Santiago del Estero- a partir de la cual surgieron San Miguel de Tucumán, Salta, Jujuy en el noroeste; La Rioja en el sudoeste; Córdoba en el centro y, en importante medida, Santa Fe y la segunda Buenos Aires en el litoral fluvial.

¿Y por qué arraigaron estas ciudades? Porque el conquistador se mestizó inmediatamente con el conquistado. En el lapso que demora gestarse un niño en el vientre de su madre el indio y el español se transformaron en parientes, en familiares y, al tocar este punto, regreso al texto de Víttori, a un muy interesante capítulo titulado La conquista criolla.

Los españoles pioneros de la conquista y colonización del Tucumán se mestizaron con juríes y tonoctés, mientras que los de Asunción lo hicieron con guaraníes. De este modo, en poco tiempo se hizo realidad otro fenómeno que hubiese sonado a quimera si el clarividente que antes mencionamos lo hubiese vaticinado. Si hubiese dicho a fines del siglo XV: Veo que está por surgir en el mundo una nueva raza. ¿Le hubieran creído sus contemporáneos? Y esta nueva raza efectivamente surgió y explica el fenómeno de que 250.000 españoles, varones y mujeres que, según cálculos, llegaron desde las postrimerías del siglo XV hasta fines del XVI, arraigaran en un dilatadísimo territorio que abarca desde el sur de Estados Unidos hasta casi la frontera patagónica.

En este panorama de encuentros y desencuentros de dos razas, de dos culturas, de dos formas de ver la vida, el indio también aportó quimeras y exageraciones. ¿No fue quimera aquello que cita Víttori, de la marcha hacia la tierra donde no se moría, motivo de migraciones de pueblos indígenas íntegros que, por un sarcasmo de la existencia, dejaban sus huesos en el intento? ¿No fue quimera materializada el mito del regreso de Quetzalcóatl en la figura de Hernán Cortés? ¿O el nuevo surgimiento del Viracocha peruano, de entre las ondas del mar, con Francisco Pizarro y sus audaces compañeros? ¿No fueron exageraciones hijas del estupor las descripciones iniciales de los españoles, de sus naves, de sus caballos, de sus lebreles, de sus armas de fuego? Sí lo fueron y así se unieron como las aguas de dos ríos que confluyen, dos mentalidades proclive a la quimera y a la exageración: la indígena y la española.

Por este motivo -escribe Víttori- exageración y quimera son términos aplicables a todo el espacio, a toda la historia de Hispanoamérica tal como lo expresa esta palabra. España y América unidas piedra sobre piedra de dos culturas yuxtapuestas... en parte incompatibles y en parte mestizadas, singulares y seculares ambas, sobrevivientes del gran colapso que sacrificó y gestó tantas vidas en el más serio de los juegos de guerra y concordia.

Con estas justas y elocuentes palabras termina Víttori este libro que merece ser leído y pensado, para aventar empobrecedores preconceptos y errores, por todos quienes nos sabemos pertenecientes a Hispanoamérica y amamos su singularidad hecha, en tanta medida, de exageraciones y quimeras.


Notas:

(110) por José Luis Víttori Centro de Estudios Hispanoamericanos de Santa Fe -Argentina- Santa Fe, 1997 -137 págs.


Domicilio: 25 de Mayo 1470 - Santa Fe de la Vera Cruz - La Capital - Santa Fe - República Argentina - Código postal: 3000
Teléfono: (54) 0342 4573550 - Correo electrónico: etnosfe@ceride.gov.ar
Página web: http://www.cehsf.ceride.gov.ar/