EL LITORAL. Santa Fe, Junio de 1977

Sebastián Gaboto remonta el Paraná

Se cumplen 450 años del día en que con Sebastián Caboto se inicia la navegación del Paraná y, con ella, el primer capítulo de nuestra historia.

El agua de un río inmenso balanceaba las naves sujetas por los garfios de las pesadas anclas hundidas en el limo junto a la desembocadura de otro río que, con menor caudal, bajaba como una serpiente quien sabe desde que remotas regiones y al que los indios daban un nombre que no percibían claramente los oídos mal acostumbrados a aquella extraña lengua gutural y bárbara: Carcarañá.

Hacia el naciente, en las islas del brazo del río grande que luego llamarían Coronda, con su manto de enredaderas donde zumbaban abejas y moscardones y gorjeaban todos los pájaros del Paraíso Terrenal, se recortaba un espeso monte de árboles de nombres todavía desconocidos por los curtidos marinos que admiraban, azorados, el paisaje apoyados en la borda de sus barcos, mientras Caboto, con su absurdo birrete y su pesado tabardo caído sobre los hombros, contempla hacia el poniente un horizonte desmesurado, una llanura infinita, un paisaje horizontal y raso, bajo un cielo deslumbrante en medio de un silencio, sólo interrumpido, a ratos, por el grito de alerta del chajá o el nervioso alboroto de los teros.

Junto a Caboto, se recortaría la estampa de Alonso de Santa Cruz, cosmógrafo de la expedición, que luego llegaría por sus cabales a Cosmógrafo Real. Conocen los antiguos portulanos, las "descripciones del orbe" y las cartas historiadas que señalan los desiertos con dibujos de palmeras o leones rampantes, o caravanas de camellos con sus camelleros negros, como las que trajinaban por las tierras resecas, ardientes y sedientas del desierto africano. Pero aquella inmensidad toda verde que se derramaba por los cuatro rumbos, ondulada suavemente por el viento, no era el paisaje duro, áspero y seco que lastima los ojos y conturba el espíritu del clásico desierto cubierto por un colchón de arena encandecida.

El aire olía a tierra húmeda y a pasto jugoso y tierno. Aquello no era el desierto geográfico, sino una inmensa llanura virgen, sin límites, que invitaba a cruzaría con el arado de madera tirado por una yunta de bueyes, como araba el viejo Evandro las tierras del Lacio. Y así, abrumados y sobrecogidos ante el paisaje desmesurado, atónitos antes esa absurda y nunca vista geografía, ante esa inmensidad toda verde, con su botánica inédita, le llamaron, simplemente, "el campo", que luego llegaría con el nombre de "pampa" en la lengua del Imperio de los Incas.

Y fue precisamente en esa tierra feracísima, encerrada entre el Carcarañá y el Coronda, asiento del primer fuerte, Sancti Spíritus, fundado por Caboto, donde se sembró un puñado de semillas de trigo, que permitieron recoger dos cosechas; las primeras cosechas de trigo levantadas en todo lo que es hoy nuestra patria.

La conmemoración de los 450 años de la fundación de Sancti Spíritus, reclama una trascendencia nacional que podría concretarse el día en que este año, se celebre en el mismo sitio, la siembra y la cosecha que levantó, por primera vez en este lado de América, las primeras espigas de trigo.




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