LA CAPITAL. Rosario, enero de 1978
Dos estampas de Mateo Booz

I. El Teatro

Una mañana del año 1911 Miguel Angel Correa pisaba el rumoroso andén de la estación del ferrocarril que en un viaje nocturno entre barquinazos y tumbos del coche dormitorio lo había traído desde Rosario. Llevaba en sus maletas el nombramiento de subsecretario del Ministerio de Hacienda que durante el patriarcal gobierno de don Ignacio Crespo, desempeñó don Julián Paz. Su incorporación a la vida santafesina, según sus propósitos, seria transitoria pues terminadas las funciones administrativas volvería a su ciudad natal.

No era la primera vez que Correa llegaba a la capital de la provincia. Como redactor de "El Siglo", diario de Rosario, había venido unos años antes a la colocación de la piedra fundamental de las obras del puerto en 1905.

Esta primera visita a Santa Fe dejó en él una imagen imborrable. Veinticinco años después de este acontecimiento lo recordaba en las páginas de una revista que publicaba la Administración del Puerto, con verdadera simpatía y con esa gracia y esa fina ironía con que sabía adobar sus relatos.

"Nos alojaron, decía en su evocativa crónica, en un salón de la Chinesca donde se alineaban siete y ocho camas. Al acostarnos creíamos hacerlo en el pabellón de un hospital".

Como buen periodista asistió puntualmente a los actos del frondoso programa oficial, desde los almuerzos y banquetes donde soportó heroicamente las largas tiradas retóricas castelarianas al uso de la época, hasta el acto solemne de la colocación de la piedra, que entre bendiciones episcopales, estruendos de pirotecnia y estridencias de charangas, contemplaba un grupo de caballeros solemnes y tiesos, dura, a fuerza de almidón, la pechera de la camisa blanca y enfundados en fúnebres levitas, formando al borde del hoyo donde se depositaba la piedra inaugural, un ruedo de tubos brillantes de afelpadas galeras de copa alta.

El joven cronista de "El Siglo" lo contemplaba todo desde cierta distancia en el palco levantado para librar de empellones y trompicones de la muchedumbre a los periodistas.

"Era, lo evoco nítidamente, "dice en la citada nota" una tarde luminosa. Sonaban músicas. Estallaban cohetes, cantaban los escolares.

Hormigueaba la muchedumbre. En la atmósfera limpia flameaban percalinas de colores".

"De lo que dijeron los oradores al sepultar el granito simb

ólico, no me enteré entonces ni me enteré después. Yo estaba en una gradería muy apartada del lugar de la ceremonia".

"Pero no era manester oír las palabras para comprender que se asistía a un acontecimiento esencial y que de ello estaban convencidos todos los santafesinos".

Durante su breve permanencia en Santa Fe, Correa asistió a un baile en el Club del Orden, a una retreta -las famosas retretas de la Plaza de Mayo- y recorrió los que él llamaba "Los soñadores barrios del sur".

En aquella época, Correa no sólo había frecuentado las redacciones de los diarios rosarinos, sino también los círculos literarios y aún, entre camarines y bambalinas, el mundo transhumante de la farándula.

No tuvo en sus mocedades el espíritu disciplinado y tenaz del alumno que desde los bancos del colegio pone sus miras en el orlado pergamino doctoral.

Cursó desganadamente algunos años del bachillerato, que la afición a lecturas extrañas a los áridos programas oficiales ocupaba su imaginación y le arrancaba de las tediosas y soporíficas disertaciones magistrales sobre ecuaciones y logaritmos y toda esa endiablada faramalla de la trigonometría; las fórmulas abstrusas de la química con su máquina alquimista de matraces, retortas y alambiques; y las misteriosas leyes de la física indescifrables a pesar de la máquina de Atwood, el gran solenoide de D'Arsenval y la botella de Leyden.

En una de esas largas y tediosas horas de clase en que los profesores procuran en vano prender en la endeble memoria de sus alumnos la definición del participio, la ley de la caída de los cuerpos o el nombre y la altura de las montañas del Asia, mientras un profesor desarrollaba en el pizarrón sabe Dios que intrincado problema de matemática, Miguel Angel Correa, con sus quince o dieciséis años radiantes y luminosos en el alma, inclinado sobre el pupitre de colegial pedía auxilio a las musas del Parnaso.

Absorto estaba en la gracia y donaire de sus poéticas preocupaciones cuando de improviso vio que como un halcón sobre su presa, caía inexorable sobre su cuaderno, la mano del profesor. Un regocijado murmullo se oyó en el aula mientras el maestro recorría con su mirada la página donde en vez del problema de matemáticas encontraba estos románticos versos de amor:

"Aquí me tienes trémulo, de hinojos,
Idolatrada Zulma de mi vida,
Trémulo el corazón, bajos los ojos,
Dispuesto a dar lo que tu boca pida".

Luego de un instante de hesitación que al atribulado muchacho le pareció una eternidad, le dijo el profesor:

- Vaya usted a la rectoría que también el señor rector es poeta.

Y entre la risa de sus compañeros salió del aula todo corrido, arrebolados los mofletudos cachetes.

El rector del Colegio Nacional de Rosario, don Federico de la Barra, escritor chileno emigrado de su país por asuntos políticos, leyó los versos y por todo comentario invitó a sentarse al joven aedo en el mismo despacho de la rectoría.

Y allí quedó el atribulado y precoz poeta como en el banquillo de los acusados, hasta que el alegre tañido de la campana señaló la expiración de las horas de clase. Y mientras la bulliciosa caterva estudiantil se desgranaba con los libros bajo el brazo por las calles rosarinas, don Federico de la Barra, con una paternal palmada en el hombro lo despedía afectuosamente haciéndole un regalo, como a un colega en el trato y comercio de las musas, de un libro suyo de versos.

Un tiempo después abandonaba para siempre el colegio. Su vocación auténtica le llevaba por otro camino.

Al comenzar el siglo, a los diecinueve años, Miguel Angel Correa se había enrolado en las filas del periodismo rosarino y años más tarde continuaba en Santa Fe la misma labor anónima de la gente de prensa desde las columnas de "Nueva Epoca" que dirigía Gustavo Martínez Zubiría.

Un día, en la cartelera del Teatro la Comedia de Rosario apareció este anuncio:

¡ ¡Grandioso éxito!!
¡ ¡Exito popular!!
de
MECHA
Zarzuela de Costumbres Nacionales
Letra de Leo Larroca
y música del maestro Silva
todas las noches"


El maestro Silva, autor de la música, era don Cayetano Silva el mismo que compondría la famosa y popular "Marcha de San Lorenzo"; y el autor del libreto Leo Larroca, el que años más tarde entraría brillantemente al campo de las letras argentinas con el nombre de Mateo Booz.

Un diario de Rosario publicó el día del estreno esta gacetilla:

"Un poco de todo"

"Esta noche una piecita titulada "Mecha" sube a la escena de la Comedia. Hay expectativa pública, casi diríamos, verdadero interés en verla y aplaudiría; su autor a pesar del anónimo es conocido y bien conocido, se le estima y se espera de él. Allá irá pues esta noche camino de la Comedia toda la juventud paqueta y aristocrática de Rosario, pues su autor pertenece al grupo selecto de los intelectuales de la "alta clase", aunque en verdad desearíamos que lo fuese de la "alta banca", esto, sin embargo, puede depender de una serie de éxitos, lo aseguramos para esta noche".

Toda la trama de este engendro de la juvenil inspiración de Miguel Angel Correa se desarrollaba en un acto y tres cuadros.

"El argumento es sencillo, decía una de las crónicas publicadas al siguiente día del estreno, aunque parece complicarse en algunas escenas por la abundancia de personajes que entran en acción: pero hay que tener en cuenta que es la primera obra teatral de Correa y es un buen augurio el que haya sabido llevar la trama con diálogos animados y bien sostenidos".

Luego agregaba el mismo cronista:

"Al terminarse la representación se pidió al autor, quien fue saludado con nutridas salvas de aplausos uniformes y bien ganados".

Y acababa la crónica:

"Mucho puede esperarse de quien así se inicia".

El seudónimo de "Leo Larroca" - Correa no tenía nada de la fiereza del león ni de la firmeza de la roca- sólo aparece en la zarzuela que estrenó en la Comedia de Rosario. Los diarios rosarinos publicarán luego sus versos con el seudónimo de "Muezín".

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II. El Cuento

Mateo Booz, que no ha ocupado ni un modesto lugar en la literatura argentina, ni como autor teatral ni como poeta, ocupa, en cambio un lugar prominente entre los más distinguidos y fecundos cuentistas del país.

La Editorial Eudeba, incluyó un cuento suyo, "El Cambarangá", en un volumen ilustrado por los más afamados artistas del país, que reúne en una antología del cuento argentino los nombres de nuestros grandes cuentistas, como Roberto Payró, Horacio Quiroga, Arturo Cancella, Jorge Luis Borges.

Su iniciación como novelista, coincide con la adopción del seudónimo con el que se ha hecho célebre.

Después de un veraneo en las sierras de Córdoba, en compañía de Gustavo Martínez Zuviría, que ya había publicado "Flor de durazno" y otras novelas con el seudónimo de Hugo Wast, apareció Miguel Angel Correa como novelista con el seudónimo de Mateo Booz.

En aquellos cuadernillos que aparecían semanalmente en Buenos Aires, con el nombre de "La Novela del Día" y "La Novela Semanal", se publicaron en 1919, dos obras suyas: "El agua de tu cisterna" y "La reparación".

En "El agua de tu cisterna", aborda el tema inagotable de la fidelidad conyugal.

Un procurador adscripto al estudio de un abogado de malas artes, experto en todas las socaliñas y trapacerías curialescas a expensas de los vericuetos, atajos, bofadales y socavones procesales, con su mujer internada en un sanatorio del tuberculosos de Córdoba, como apoderado dé una dama muy rica, de muchas campanillas y muy caritativa, asiste con el oficial de justicia al diligenciamiento de una orden de desalojo por falta de pago de alquiler, que una cosa es dar por caridad y otra, el exigir por derecho.

La propiedad, anota Mateo Booz, era una construcción miserable, de gruesas paredes de adobe y techumbre de tejuelas, situada en una calle qué las lluvias convertían en lodazal. Sobre la vereda de ladrillo, junto a una profunda zanja de desagüe, jugaban algunos chicos descalzos, sostenidos los pantalones con tiras de bayeta".

Allí vivía un hombre borracho en compañía de su mujer y su hija, que con sus mal pagadas costuras y la poquedad que podía medrar la madre con el lavado de ropa, se habían visto en trance de inquilinos morosos por los ciento ochenta pesos de alquileres atrasados, que reclamaba judicialmente la caritativa propietaria. El procurador, a espaldas del funcionario judicial, les da el dinero que necesitan para saldar la deuda y evitar el desalojo y se retira atribulado por el espectáculo que acaba de presenciar.

Las consecuencias de esta noble acción se adivinan fácilmente, pero el problema se plantea con la vuelta imprevista de la esposa, que al recobrar su salud, encuentra ocupado su lugar en el hogar doméstico.

Es interesante señalar aquí, una singular coincidencia.

Hugo Wast, en "Flor de durazno", pone como epígrafe y cabeza de su libro una cita bíblica, tomada del segundo Libro de los Reyes: y Mateo Booz desarrolla también, su primera novela corta, alrededor de otra cita bíblica: los versículos de "El libro de los proverbios", que dan el título a su novela:

"Bebe el agua de tu cisterna y los raudales de tu pozo,
Sea bendito tu manantial y alégrate con la mujer de tu mocedad".

"La reparación", es una agudísima sátira política que tiene por escenario un pueblo de campaña, cuyos principales protagonistas, tratan de ajustar su acción reparadora a la propaganda electoral de uno de los partidos que agitaron la vida del país, animados por un turbulento espíritu mesiánico.

Después de estas dos novelas cortas, colabora asiduamente con sus cuentos en el "Suplemento" de "La Nación", de Buenos Aires; en "El Litoral", de Santa Fe; y en las principales revistas del país.

En 1926, publica "La tierra del agua y del sol".

Por aquellos años, Enrique Policastro, cuya labor artística le ha colocado en primera fila entre los plásticos argentinos, vino a Santa Fe. En una celda del convento franciscano, pintaba el retrato de fray José, aquel lego seco y retorcido como un sarmiento de parra, cuya tela se incorporó a la pinacoteca del Museo Provincial de Bellas Artes "Rosa Galisteo de Rodríguez". Mateo Booz, que tenía en prensa su novela, pidió al joven artista que le hiciera la carátula y un ex-libris que usó después en toda su obra impresa.

"La tierra del agua y del sol", es un reflejo de la vida de un pueblo de campo que Mateo Booz tuvo ocasión de observar directa y detenidamente. Pero su gran acierto fue el de llamar a ese pueblo de Santa Rosa de Calchines, "La tierra del agua y el sol", con que se conoce desde entonces, tan pintoresca zona de nuestra geografía provincial.

Al año siguiente, con una deplorable carátula de la cual me arrepentiré toda mi vida, publica "La Vuelta de Zamba", donde describe las andanzas de un personaje que sale a recorrer el mundo capitaneando un grupo folklórico y que acaba y remata sus días mezclado en los episodios políticos de la tropical isla de Haití, enamorado apasionadamente de una hermosa muchacha haitiana.

"El tropel", una visión de la época de Rosas, en Santa Fe, se edita en 1932: y en 1938, "La ciudad cambió la voz", que describe los primeros años del engrandecimiento de Rosario, alrededor del 900.

Entre tanto y aun después de su última novela, escribió cuentos y algunas obras de teatro en su mayoría inéditas sin abandonar, desde luego su trato con las musas, sus amigas desde los lejanos tiempos en que escribía versos apasionados en su pupitre de cokgial, durante las soporíferas horas de matemáticas.

En 1936, publica en verso, la biografía de Estanislao López con el título de "Aleluyas del brigadier" y un romance: "Nicolás Avellaneda", al cumplirse el primer centenario del nacimiento del prócer.

En 1942, inspirado en la revolución de los mancebos de la tierra, que encabezados por los siete jefes se levantan en 1580, en la primitiva Santa Fe, reclamando el gobierno para los criollos, publica "Aquella noche de Corpus…", que él llama "Cronicón poemático", con una influencia tan marcada de Valle Inclán en cuanto a la técnica poética y a los giros y vocabulario usados, que bien hubiera podido firmarlo el autor de las "Sonatas" y de "Romances de lobos".

Tres fueron las obras que publicó inspiradas en motivos históricos: la novela "El tropel", el romance "Nicolás Avellaneda" y el "Cronicón poético", sobre la revolución de los siete jefes; y para ello, se documentó no sólo en la bibliografía respectiva, sino también, en la documentación guardada en los archivos y aún en la tradición doméstica, como en "El tropel", donde aparecen personajes vinculados al autor por lazos familiares.

Porque sus excursiones en el campo de la historia, sobre todo mientras desempeñó el cargo de director del Archivo Histórico de la provincia, no fueron "guiadas por el afán de poner en su punto uno de esos minúsculos e importantes datos relacionados con la cronología, con la genealogía de los héroes que desvelan a los historiadores, porque tienen, sin duda una trascendencia histórica, sino, con el laudable fin de evocar con auténtica emoción personajes y escenas de tiempos pasados, en una prosa limpia y clara, desnuda de toda máquina erudita, que llega a los que ignoran la penosa labor condensada en las obras de historia.

No hay una obra de Mateo, que no represente un trabajo y un esfuerzo considerable, no sólo en la reunión previa del material, que utilizaría en sus cuentos o novelas, sino también en la elaboración de sus medios expresivos.

Fue un auténtico escritor, consciente de toda la responsabilidad de su oficio. Supo así reflejar admirablemente y con toda verdad el medio en que se mueven los personajes de sus cuentos y describir sus pasiones y miserias, a veces, con cierto, discreto tono zumbón, pero nunca con actitud ni en tono altisonante y admonitorio.

Sus personajes están tomados de la realidad, y tan fielmente, que no faltaron quienes se molestaron al creerse el modelo de esos retratos que así se exhibían al público sin el amable y condescendiente retoque del fotógrafo.

Desde el estreno de la zarzuela de sus años juveniles, hasta la publicación de su último cuento, Mateo Booz pudo observar que sus personajes producían la misma reacción entre gentes, a veces, unidas a él por vínculos de familia o de amistad, que se veían retratadas en ellos.

En la colección de cuentos que publica bajo el título de "Santa Fe, mi país", los divide en cuatro grupos, según el escenario en que se desarrollan; "Las ciudades"; "Campos y selvas", "Los pueblos" y "Las islas". Porque, precisamente, como había buscado a su alrededor los tipos que en su mocedad había llevado a las tablas en un teatro rosarino, a esos cuatro ambientes santafesinos fue en busca de los personajes que a través de sus páginas, desfilan con sus pasiones y miserias, sus truhanerías y abyecciones, sus ilusiones y fantasías románticas y su destino trágico a veces y de ordinario monótono y opaco.

Visitaba asiduamente los barrios de la ciudad. En especial lo vieron por sus calles "los soñadores barrios del sur", como él los llamara, el andar reposado y calmo las manos a la espalda, abrumados los hombros, la apagada pipa en la boca, mientras vibraban los campanarios de los conventos en el insistente y piadoso reclamo de novenas y vía crucis, bajo el cielo arrebolado de los atardeceres olorosos a huertas de naranjos y patios con madreselvas y diamelas; o en las soleadas y diáfanas siestas del invierno de cielos altos y limpios y un lejano y alternador cantar de gallos. Se internó por los estrechos senderos del abigarrado caserío de "Alto Verde" y el "Campito", entre una algarabia de muchachos que alborozados corrían descalzos, envueltos en una nube de tierra, detrás de una pelota de trapo y un continuo ladrar de perros, detrás de las enredaderas de los cercos con endebles puertas de alambre o de tablas de cajones, donde las mujeres tendían al sol la ropa lavada a la orilla del río bordeado de canoas que cabeceaban al paso de los barcos de ultramar a la sirga de los remolcadores.

En la ciudad, en la isla o en el campo, conversaba con la gente del pueblo: llegaba hasta ella con su mucha bondad y muy hábil y discretamente se informaba de sus preocupaciones y de sus problemas domésticos.

Fue así como Mateo Booz, pudo reflejar en sus cuentos la vida en todas clases sociales, objetiva y documentadamente. No hay un solo cuento que no tenga el asunto, los personajes y la escena, tomados de la realidad. Por eso, hubo siempre quien sintiera algún resquemor y hasta resentimiento despertado por la lectura de sus páginas. Y éstos, precisamente, no se encuentran entre los vecinos de Alto Verde, ni de los barrios suburbanos. Es que Mateo Booz no fue como algunos suponen, equivocadamente, un escritor comprometido por la clase a que pertenecía. Basta leer "Tierra de infieles"y "La casa solariega", para demostrar lo contrario.

Fácilmente advertimos en sus libros una aguda crítica de la sociedad de su tiempo, como en "La ciudad cambió la voz" o en "Santa Fe, mi país", donde se incluyen los dos cuentos aludidos.

Es la suya, una visión lúcida y amarga oculta bajo una sutil ironía y por la regocijada y la traviesa descripción de escenas y tipos que, en cierto modo, nos recuerdan los cuadros de Brueghel el Viejo, con sus burgueses apopléticos y zafios, sus mozas regocijadas y bullangueras, sus viejas murmuradoras y devotas, sus mendigos harapientos y lisiados y todo ese mundo de egoísmo y de miseria, que entre bailes y risas, bulle y se mueve, en las calles y plazas de las tablas del famoso pintor flamenco del Siglo XVI.

Mateo Booz nos hadejado en las páginas de sus libros, apoyados en la realidad, un testimonio imparcialmente objetivo sobre su tiempo.

Sin caer, en la exageración del criollismo típico, su obra tiene, además, un vastísimo repertorio folklórico, que abarca desde la indumentaria, la cocina y los remedios caseros y hasta el reñidero de gallos, el andarive

l de las carreras cuadreras y el "Cambarangá", la fiesta tradicional de los criollos del lejano norte santafesino.

Elaboró lenta y amorosamente su prosa y su verso. La lectura de los clásicos, y de algunos autores españoles de comienzos de siglo, como Valle Inclán, enriquecieron su léxico. Especialmente, este último ejerció una influencia considerable en él, como puede verse en "Aquella noche de Corpus..

La búsqueda de la "palabreja", como llamaba al vocablo poco usado y muchas veces desconocido para sus lectores, le lleva a veces, a malograr un diálogo o la descripción de un ambiente característico santafesino.

En "El Tropel", por ejemplo, cuya acción se desarrolla en la época de Rosas, es decir, antes de mediado del Siglo XIX, Zorrarin, el protagonista, sale de Santa Fe en misión reservada hacia la reducción de los indios abipones de El Sauce y por aquellas soledades medio salvajes todavía, se acerca a un rancho para verificar su ruta. "Una criolla circuida de chicos y perros -dice Mateo Booz-, tiende su brazo al horizonte y afirma:
- No se puede desgaritar".

Desgaritar, significa perderse, descarriarse. Viene de un modismo de la gente de mar: "andar al garete", que se aplica para expresar que una embarcación anda sin gobierno. En Cuba y Venezuela, en sentido figurado, desgaritarse, significa perderse, pero, sin duda, una criolla aislada en las inmediaciones de una reducción indígena no pudo emplear semejante modismo.

Sin embargo, Mateo animado por su espíritu zumbón y travieso, disimulado en 'su aire' de hombre tranquilo y respetuoso, se permitía estos alardes semánticos, quizás para llevar a sus lectores al diccionario como en un ejercicio de palabras cruzadas.

Sus descripciones son admirables por su precisión y justeza. Cualquiera de los cuentos reunidos en "Santa Fe, mi país", puede figurar dignamente, como figurará en breve "El Cambarangá", en una antología de nuestros más grandes cuentistas.

Si hiciéramos un censo de los personajes que desfilan por las páginas de Mateo Booz, nos encontraríamos con tan diversas y numerosas clases de gente que creeríamos tener ante nuestros ojos algo así como una versión santafesina de la "Comedia humana" de Balzac.

Sueños desvanecidos de mujeres que vieron amustiarse sus días detrás de los vidrios de una ventana, la aguja de bordar entre los dedos de marfil y la primorosa labor en el regazo: brotes tardíos de pasiones que desconciertan y dislocan la metódica y monótona vida de viejos y meritorios empleados o de respetables señoras enclaustradas en una viudez obstinada y pertinaz; fantasías desbaratadas de tipos trashumantes con sus puntos y ribetes de la clásica picardía de los monipodios; caballeros asiduos asistentes a las tertulias de los clubes sociales que a pesar de sus modales distinguidos y de sus cacareadas alcurnias, tienen junto a la carpeta verde sus amaños y fullerías; gente linajuda y acaudalada que desecha las indecorosas propuestas de alquilar la vieja casona apenas cerrados los ojos del jefe de la familia y que luego, por otra más ventajosa propuesta, descuelgan de las paredes de la sala la estampa de los antepasados que los miran impávidos desde el marco dorado de sus retratos, para convertirla en bullicioso y alocado ambiente de cabaret; damas empingorotadas que recorren míseros caseríos con el fin de santificar vínculos contraídos a espaldas de ritos y ceremonias divinas y humanas, que frente al hijo que sin miramientos a su clase ha perpetuado su sangre, clandestinamente, en esos andurriales, ven derrumbarse de pronto sus santos propósitos y para armonizar su conciencia con la posición social de la familia, ofrecen en cambio, una limosna que la muchacha rechaza con altiva dignidad...

No escribió con el desmesurado propósito de reformar la sociedad. Sólo se propuso decir honradamente lo que vieron sus ojos y que no podía ni quería callar. Y lo dijo tranquila y mansamente, sin alardes ni estridencias, con esa gracia y discreta travesura con que dibujaba escenas y tipos y con esa cierta intención zumbona que ponía siempre en su palabra. Pero, entre ese humor y esa aparente despreocupación e indiferencia, Mateo Booz, es el más agudo e implacable crítico de la sociedad de su tiempo.

Y es éste, sin duda, uno de los aspectos más interesantes y sugestivos de su recia figura de auténtico escritor.




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