EL LITORAL. Santa Fe, diciembre de 1976

Pesebres santafesinos

En aquellos tiempos - y aquellos tiempos eran los que cayeron en los comienzos de siglo - Santa Fe conservaba cierto aire y cierta prestancia de vieja ciudad colonial.

En las inmediaciones de la plaza de Mayo - la plaza de Armas o simplemente La Plaza antes de que llegara la Patria - se agrupaban las iglesias y el viejo Cabildo, desaparecido para siempre, con su recova, sus puertas pesadas de gruesos batientes de goznes herrumbrados y su torre desde donde las campanas del reloj hacían colar las horas estremecidas, sobre la arrugada jiba de los tejados centenarios, la paz de las huertas tupidas de naranjos y de higueras pobladas de cantos de pájaros, y los patios cordiales y abiertos, de rojos ladrillos rezumantes de humedad a la sombra de camelias y diamelas, con un aljibe en el centro, erguido y orondo, que anunciaba en el desabrido chirriar de la roldana, el suave regalo de la deliciosa frescura del agua.

Nueve días antes del "día del Niño" las campanas de las iglesias quebraban la mucha quietud y el mucho silencio de los atardeceres inmensos y abrasados de diciembre con el llamado a la novena que preparaba el ánimo para la celebración de la Navidad, mientras llegaba del río próximo y de las islas vecinas, un fresco olor de agua y de tierra mojada que apagaba y amortecía un tanto el agobio y el bochorno de las soleadas y ardorosas horas del verano. Pero mucho antes, quizás desde fines de noviembre, el trajín de preparar el paisaje y las cándidas figuras navideñas, ponía una nota alborozada de infantil alegría.

¿Desde cuándo comenzaron a hacerse pesebres en Santa Fe?.

Ningún documento escrito hasta ahora nos permite dar una respuesta categórica. Sin embargo, posiblemente en la ciudad vieja, en el siglo XVIII, antes del traslado de Santa Fe al sitio que hoy ocupa, no faltarían casas, donde en un rincón del estrado de la modesta sala, se colocara alguna ingenua figuración del Misterio de Belén.

Es éste, desde luego, un simple parecer que tiene en su favor, un hallazgo de cierto material arqueológico exhumado en las excavaciones que realizó en el lugar que ocupó la ciudad fundada por Juan de Garay en las postrimerías del año 1573 y trasladada al sitio actual a fines del siglo XVII.

Al explorar las ruinas de la iglesia y del convento mercedario y el solar vecino, hemos hallado moldes en barro cocido. De uno de ellos hemos obtenido el vaciado en yeso de la mitad izquierda de una pequeña cabeza de Virgen muy finamente modelada y del otro, por igual procedimiento, la mitad de la cabeza de un ángel. ¿ No podrían estar destinados estos moldes, por el desconocido artista santafesino, para reproducir pequeñas imágenes del Pesebre? . La cabeza de la Virgen mide seis centímetros y medio y la del ángel, cinco. El motivo y el tamaño de las figuras nos permitirán suponer que tuvieron ese destino.

En un pequeño libro manuscrito, quizás a fines del siglo XVIII o en los comienzos del XIX, se conservan unos cánticos que se cantaban en Santa Fe, quien sabe desde cuándo. Están allí en una clara y pulcra caligrafía, los versos ingenuos decorados con cierta discreta erudición bíblica, que se entonaban en las iglesias delante del retablo donde la imagen del Niño, en toda su cándida y aterida desnudez, ponía una nota de ternura entre el suave perfume de las flores y la llama estremecida de los cirios litúrgicos.

Pero no sólo en las naves de las iglesias se levantaba el Pesebre. Los hubo y muy famosos a fines del siglo pasado y en primeros años del actual, en casas de familia, visitados por los vecinos como en Semana Santa visitaban los "Monumentos".

Esos pesebres cobraban su mayor encanto en las primeras horas de la noche, cuando a la luz de las lámparas y mecheros brillaban las estrellas de papel plateado que tachonaban un cielo de bambalina, produciendo a los pasmados ojos infantiles que contemplaban la escena, la impresión de las misteriosas horas de la noche en que el Angel, que estaba allí, meciéndose suavemente con las irisadas a las tendidas sobre la gruta, anunciaba a los pastores el nacimiento del Niño mientras un manto de nieve caía lentamente sobre el enharinado caserío de Belén.

Junto al pesebre "la dueña" , apoltronada en una silla con las manos donosamente cruzadas sobre el regazo, con voz apagada y lenta, como para no desvelar al recién nacido, describía, calmosamente y minuciosa, algunos episodios representados más o menos arbitrariamente, entre la abigarrada muchedumbre de personajes agrupados en torno de la gruta.

Espejos convertidos en lagos con cisnes y patos de bazar; apriscos con rebaños y pastores vestidos a la italiana con una especie de zamarra, pantalón corto, sombrero alpino y el morral a la espalda; vaquitas pintadas con manchas blancas y negras arriadas por robustas zagalas; caballos que corrían al galope tendido; y policromo y absurdo caserío de cartón; la característica arboleda de los pesebres - pinos y abetos muy verdes en pequeños discos de madera - que las tiendas exibían en sus vidrieras desde mucho antes de Navidad; tapas de envase de ¡ata con plantas de alpiste simulando las tierras de cultivo; la primicia de las brevas en un plato de loza con una orla de trigo; y todo esto sobre una larga mesa cubierta de arena donde bolsas de arpillera endurecidas con engrudo y cola simulaban maravillosamente la montaña y la gruta donde la Sagrada Familia, entre ángeles y pastores asistía sobrecogida al Misterio insondable, mientras los tres Reyes Magos, precedidos por la Estrella, se acercaban diariamente en graciosos caballos de baraja, hasta llegar el 6 de enero a los pies del Niño.




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