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LA CAPITAL. Rosario, septiembre de 1979
Los estudios Las Leyes de Partidas, en el siglo XIII, legislaban sobre "Los Estudios", como llamaban a lo que podríamos considerar precursores de los estudios universitarios. "Estudio, dice la Ley 1 del Título XXXI de la Segunda Partida, es ayuntamiento de maestros et de escolares que es fecho en algunt logar con voluntat et con entendimiento de aprender los saberes." Y debía considerarse muy en verdad para que adecuadamente se pudiera impartir la enseñanza, que la villa donde los estudios se establecieran fuera "abondada de pan et de vino, et de buenas posadas en que puedan morar sin grant cuitá". Y como aquel verde prado, "logar cobdiciadero para ome cansado", que dice Gonzalo de Berceo, manda que esa villa tenga lugares apacibles donde puedan hallar alivio a sus afanes y descanso de sus graves pensamientos y meditaciones maestros y escolares después de discurrir en las aulas sobre los textos de Aristóteles, o de Bartolo y Baldo. Lugar, donde, dice la Ley, puedan "recebir placer a la tarde, quando se levanten cansados de sus estudios". Fueron las escuelas de Derecho las que más relevamiento y brillo alcanzaron con sus glosas a leyes y decretales que, como dice el autor de las Partidas, tantas veces citado, "la ciencia de las leyes es como fuente de justicia y aprovéchase dellas el mundo mas que de las otras ciencias". De ahí, que emperadores y pontífices otorgaran a sus maestros señalados privilegios. Así, José Gálvez comienza a organizar los estudios universitariós con una Facultad de Derecho, para que de allí, en época en que el país comenzaba a marchar inspirado por la Constitución dictada el 53, en el Cabildo santafesino, salieran hombres doctos que atinaran a dictar sabias leyes en la Legislatura, a hacerlas cumplir desde los altos cargos del gobierno y administrar justicia en los estrados del tribunal, dando a cada uno lo que es suyo, como querían los romanos. Es que Santa Fe parece que hubiera nacido bajo un signo propicio a los "estudios". Garay acababa de fundar la ciudad. Un rancherio sórdido de ramas y paja, estaba allí, agazapado frente al río Paraná; no un río sino mil ríos que entre las islas arman la madeja de agua, a veces alazán o zaina; a veces azul como el cielo por donde la sudestada avienta las nubes que el indio en su lengua llama "loscimagá ipigim"; los cueros del cielo. Arboles copudos, obesos y orondos como el ombú; árboles altos, desparramados como el timbó; retorcidos y torturados como el ceibo, salpicado por las gotas de sangre de sus flores; árboles achaparrados como el aromito envuelto en el suave perfume del dorado rocío primaveral de sus copas floridas y raigones crispados como garras de grifos o dragones en el último y vano esfuerzo para impedir que el agua arrastre a los árboles del albardón de la costa en el avance inexorable del río salvaje y hostil donde a veces, en un torbellino de espuma, se arroja la carpinchada, mientrás los yacarés, como una fila de troncos secos arrojados en la playa, toman un baño de sol como modernos bañistas. Y en medio de esa inédita geografía toda verde, el canto de los pájaros, el graznido de las garzas, el alboroto de los teros y el ronco grito de alerta del chajá. Ahí estaban los hombres de Garay. Cuatro años hacía de la fundación y mientras el fundador maquinaba sus planes para fundar Buenos Aires, los vecinos ya andaban engestados y hoscos. La ciudad no se había establecido donde todos imaginaban: la desembocadura del Carcarañá, el lugar donde Gaboto construyera el fuerte de Sancti Spíritu y en el que el mismo río les abría, aguas arriba, un fácil camino hacia el Perú, pues al toparse con Cabrera, el fundador de Córdoba, a la altura de Coronda, se desbarataron sus planes. A esta frustración se añadía la intriga que azuzaba Abreu, desde Córdoba, con la siniestra esperanza de ver destruida a Santa Fe para apoderarse luego del Paraná. Y este malestar, que cundía entre los vecinos, hizo que muchos abandonaran la ciudad. En aquellos tiempos se conservaba esa suerte de ingenuidad y de candor con que se consideraban en la antigúedad los fenómenos de la naturaleza y la creencia en un mundo legendario como del que hablaban los "Relatos" medievales de aquellas "Maravillas del mundo"de Jean de Mandeville. Y los hombres que trajinaban por estas regiones, Garay al frente y luego Hernandarias, buscaban la famosa ciudad de los Césares, porque todas esas regiones maravillosas se consideraban una fuente inextinguible de riquezas que se anhelaban con tanta o mayor ansiedad que en los tiempos actuales. Los soldados de los ejércitos españoles, distribuidos a todo lo largo y a todo lo ancho de aquel imperio donde el Sol no se ponía jamás, reclamaban sumas fabulosas de dinero para mantenerlos. Carlos V, empeñado con cuanto prestamista y banquero hubiera en el mundo, en una carta autógrafa dirigida al virrey de Nápoles, le dice que "le comen los intereses", hasta el punto, lo escribe así, de su puño y letra, que no sabe dónde hallar un real. Un nuncio apostólico en España en 1556, refiriéndose al desequilibrio de las finanzas de Felipe II, decía en una carta al cardenal Alessandríno, secretario del Sumo Pontífice: "Cuesto Príncipe, grandissimamente rico é grandissimamente impegnato, e la necesitá ogni giorno mulplicano". (Este príncipe enormemente rico, está empeñadísimo y sus necesidades cada día se multiplican). Y en otra carta, citada asimismo por Rodríguez Marín, refiriéndose a los apremios económicos de Felipe II, agrega que los intereses que le cobran los prestaistas "lo comen vivo : chise lo mangiano vivo", dice textualmente. Mientras en Europa reyes y príncipes y los grandes señores, afanados por lograr la posesión del oro, caían en manos de tanto mistificador que circulaba por las cortes y las villas, que aseguraban poseer la fórmula secreta para fabricar oro por la trasmutación de los metales, entre hornos, matracas, probetas y alambiques, los capitanes que trajinaban por estas dilatadas y misteriosas tierras indias, ponían todas sus energías en la conquista de yacimientos de oro y plata, y de esas ciudades legendarias como las de los Césares. Pero entre ese puñado de hombres que reuniera Garay a orillas del Quiloazas, había uno a quien no le desvelaba el camino a los Césares; ni el ya trillado, que llevaba a las famosas minas en los que habían sido dominios del Inca. Lo único que sabemos de este hombre benemérito es su nombre y su oficio: Pedro de Vega, maestro. El primer maestro del Río de la Plata, pues Buenos Aires aún no había sido fundada, que enseñaba a leer y escribir a los muchachos argentinos de la vieja Santa Fe, a quien el Cabildo le prohíbe que abandone la ciudad porque, dice el acta capitular, la ciudad no puede quedar sin maestro; el Cabildo que luego aplica penas de multa y aún de prisión al padre o tutor que no envíe los niños a la escuela y que da funciones de inspector al teniente de gobernador, es pues el encargado de vigilar no sólo el cumplimiento de la obligación escolar sino la eficacia del maestro. ¿Pero qué libros y en qué mano llegaron por primera vez al Rio de la Plata?. Quizás algún breviario, algún salterio, algún libro de lectura piadosa llegara con algún clérigo andariego o licenciado más pecador que devoto enrolado en las primeras expediciones. Pero lo que sí sabemos es que en los días aciagos de su primera Buenos Aires, don Pedro de Mendoza, el cuerpo dolorido y lacerado por bubas y diviesos, trataba de aquietar sus dolores y distraer su espfritu abrumado, entre tanto desastre y tanta miseria, en las páginas de Virgilio o de Erasmo. Y en aquella Santa Fe de Garay, en medio de la desolada geografía toda verde, ceñida por la cristalina faja del río, con la permanente amenaza del indio, que se agazapa y ronda por los montes vecinos, hubo quien tenía en sus manos aquel libro, "en letras de molde", como dicen los documentos de la época, en su primera edición, que contaba las descomunales y nunca vistas aventuras del hidalgo de la Mancha, mientras por las calles polvorientas de la ciudad divagaba don Martín del Barco Centenera que llamó en su poema Argentina a la tierra, argentino al río y argentinos a los vecinos de la ciudad, quien creía adivinar entre el follaje de la isla vecinas, lo dice en su obra, las musas del Parnaso que llegaban como una visión profética para señorear esta tierra, como si Santa Fe hubiera nacido bajo un signo propicio a los "Estudios" que decían las leyes de Partida. |