LA CAPITAL. Rosario, marzo de 1979.

Sobre brujas, hechicerías, encantamientos y otras diabluras

Una interesantísima y abundante documentación en antiguos manuscritos y libros impresos en los tórculos de los primitivos impresores, nos permitirían decir, como el gallego del cuento, que las brujas no existen pero que las hay, las hay.

En España, que a este propósito es lo que más interesa, la clásica representación de la bruja, doctorada en botes, redomas, untos, potingues y filtros; la vieja enteca, acurrucada entre boznidos agoreros de lechuzas y el volar quebrado y loco de murciélagos, arada la cara de profundas arrugas, cruzada de surcos como una nuez; la quijada en zueco, a falta de dientes, con el afilado mentón en busca de la nariz en pico de rapaces como el cierre de un candado; desde la talla de los sitiales de la sillería del coro de colegiatas y catedrales y capiteles de claustros románicos, de monasterios y conventos; y de los ingenuos dibujos de los heatos apocalípticos y las miniadas pinturas de libros corales y libros de horas, pasó a la prosa regocijada del Arcipreste de Hita, "La Celestina" y "La lozana andaluza" y a los trabajos recientes de Caro Baroja; y desde la pintura alucinante de Brughel y del "Bosco" a los grabados de Goya y a los óleos de Zuloaga y de Gutiérrez Solana.

En la Edad Media, se hablaba de ciertas regiones famosas por sus brujas en tierras apartadas, más allá de los límites imprecisos y vagos de aquella Europa medieval. Se decía, así, de ciertas mujeres barbudas, iniciadas en las artes diabólicas que secaban los árboles y mataban los niños por la sola mirada maléfica: "matan los niños de ojos", decía Juan de Mandeville en su "Libro de las Maravillas del Mundo y el viaje a la Tierra Santa y las púnicas ciudades..."

En España hubo también, desde antiguo, regiones famosísimas por sus temídas brujas.

Nieremberg, que se refiere a las mujeres de Tartaria, citando el libro de lulius Solinus, dice que mataban con la vista como las mujeres de Cerdeña y las de ciertas familias africanas que también mataban los niños y secaban los árboles con mirarlos; y agrega, amparado en el testimonio de Covarrubias, que en España había muchos linajes que "estaban infamados de hacer mal poniendo los ojos en alguna cosa".

Famosísimas fueron las brujas de Navarra. En Pamplona, se creía en la existencia de seres malignos, semejantes a las brujas, que practicaban los cultos de Diana.

San Isidoro de Sevilla, en el siglo VII, distinguía dos especies de brujas: las que los gentiles llamaban "lamias", que castigaban a los niños; y las "larvas", el espfritu de los muertos que en vida fueron malos, que convertidos en demonios, aterraban la gente gritando sobre los tejados, en las tinieblas de la noche.

Un "tratado"de mediados del siglo XV, de un Obispo de Cuenca, plantea la cuestión de saber qué cosa son esas mujeres que en horas de la noche y a la luz de la luna, cruzan los aires, "cavalgando en vestias y andando por muchas tierras y lugares", causando todos los daños imaginables. Estos seres extraños, que practicaban los antiguos cultos paganos dedicados a Diana y tomaban diferentes figuras para causar espanto, no serían nada más, según este "tratado" que "operaciones de la fantasía".

Por lo tanto, decía el autor, las mujeres no deben culpar a las brujas la muerte de sus hijos diciendo que le chupaban la sangre, pues sus hijos se mueren por falta de cuidado maternal: "las mujeres, dice textualmente, deben poner buen recaudo; y sus criaturas se mueren por mala guarda; no se excusen por las brujas".

Un libro escrito en el siglo XVII, "en defensa de los libros católicos de magia", negaba rotundamente el vuelo nocturno de las brujas. El autor de este libro, don Francisco Torreblanca Villalpando, presbftero, abogado de los Consejos de S. M. y de su Real Cancillería de Granada, consideraba absurda la creencia en seres que se introducían subrepticiamente en las casas, ni que fueran espíritus malignos, separados en esas ocasiones de sus cuerpos, pues, agregaba, "aun en los divinos éxtasis no sale el alma del cuerpo". Y en el siglo XVIII el padre Feijoo, la inteligencia más lúcida de su tiempo, negaba la hechicería y, desde luego, la existencia de brujas.

Sin embargo, la creencia en su existencia, con sus pactos diabólicos y sus aquelarres en lugares apartados y yermos o en las ruinas de un castillo, siempre a la luz de una luna espectral, estaba arraigada no sólo en el pueblo sino también en gente de una cultura y de niveles sociales más elevados.

El Primer Cronista de Indias, y cronista de los Reyes Católicos, Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés, creía firmemente, como tantos personajes importantes de la época, en la real y verdadera existencia de brujas que volaban por la noche sobre el caserío de los pueblos y celebraban sus diabólicas reuniones en adoración satánica y sacrflega. Así, recomendaba en sus "Quincuagenas" la necesidad de desterrar el uso de "hechizos" y evitar el trato, dice, "de unas mujercillas que sin ser combidadas se introducen en nuestras casas".

El temor a las brujas creó durante siglos una verdadera psicosis colectiva, extendida en toda Europa, y llevó, en consecuencia, a una persecución tenaz y despiadada.

Las partidas condenaban a las hechiceras que daban hierbas para el enamoramiento de las personas.

La persecución de las brujas llegó al extremo de acusar a niñas de corta edad, y fue tal el ensañamiento con que se las perseguía que hasta hubo inquisidores, que aunque se lamentaban por los daños que causaban las brujas, pedían que el procedimiento de su búsqueda y comprobación del delito de brujería se hiciera con mayor cautela y humanidad.

Se distinguían varias especies de brujas según el medio que empleaban para causar daño.

Las "Hechiceras", usaban "hechizos", es decir, elementos "hechos" por ellas mismas, de acuerdo a ciertos ritos satánicos; que de ahí viene, "hechizo", "hechicera" y "hechicería".

Las "ensalmadoras" empleaban ciertas oraciones -en salmos- generalmente de origen judío o árabe, tomadas ordinariamente de los "salmos" con ciertos ritos injertos cristianos, como el signo de la cruz o la invocación a algún Santo; y las que actuaban por medio de "encantamiento", es decir, de "cantos" o canciones mágicas conocidas sólo por los iniciados, como en aquel antiquísimo romance del Conde Arnaldos, que en sus ejercicios de cetrería llega un día a orillas del mar y ve aproximarse una galera encantada.

"Quien hubiera tal ventura
sobre las aguas del mar.
Como hubo el infante Arnaldos
la mañana de San Juan.
Andando a buscar la caza
para su balcón cebar
vio venir una galera
que a tierra quiere llegar
las velas trae de seda la ejarcia de oro torzal
Ancoras tiene de plata
tablas de fino coral.
Marinero que la guía
diciendo viene un cantar
los peces que andan al hondo
arriba los hace andar.
Las aves que van volando
al mástil vienen posar".

El Conde Arnaldos pide al marinero que le enseñe ese cantar. "Por tu vida el marinero,
Digasmo/ora ese cantar".

Pero el marinero se niega; es un cantar mágico que solo puedo darlo a los iniciados:
Respondióle el marinero
Tal respuesta le fue a dar:
Yo no digo mi canción,
Si no a quien conmigo va.

Todas estas supersticiones, en añadidura de las indígenas, llegaron con los hombres del descubrimiento y la conquista a estas Indias de Occidente.

Hubo pues en estas tierras, brujas y brujerías como en las tierras de España, desde los primeros instantes de nuestro período hispánico y las brujas conservaron en estas latitudes las mismas características que en los países europeos: pobres viejas, las carnes destiladas y calcinado el cuero a fuerza de miserias, huellas, entonces, espeluznantes del contacto con seres infernales; aunque también se daban casos de brujería en damas de cierto empaque, como ocurrió en Madrid en los años en que Santa Fe permanecía en el sitio en que la asentó Garay.

No hemos hallado en la documentación escrita, ni procesos ni insinuaciones a casos de brujería o la existencia de brujas en aquella población; sin embargo, el descubrimiento de amuletos en las excavaciones de Santa Fe la Vieja y las constancias, en inventarios y testamentos, de una numerosa cantidad de las famosas higas y de las cuentas de vidrio de color halladas en los sepulcros, junto a los restos humanos, bastan para probar que existieron brujas en Santa Fe la Vieja.

Ya en el actual asiento de la ciudad, hubo un teniente de Gobernador que tomó severas medidas contra las mujeres que usaban hierbas y filtros, propios de brujería; pero en la ciudad primitiva, además de los amuletos a que nos hemos referido, hemos exhumado de las ruinas ciertos objetos que demuestran que vivieron allí algunas brujas en actividad, con o sin vuelos nocturnos ni aquelarres en los plenilunios.

Una de estas piezas consta de varios fragmentos de un plato cubierto por completo de un engobe rojo, con una rana amenazada por una vibora. Difícilmente puede suponerse que semejante vajilla fuera utilizada en horas de sentarse a comer.

Las otras piezas, a las que hemos mencionado en el trabajo titulado "Supersticiones y Amuletos", son unas pequeñas figuras de plomo: una mujer y un cabalío, que usarían las brujas, clavadas de alfileres, como a las figuras de cera, para ocasionar el daño propuesto.

Pero las brujas han perdido ahora en estas postrimetrias del siglo XX todo el prestigio que les daba su comunicación satánica; y aunque siguen con sus filtros y sus "yuyos", y sus figuras de cera o de trapo traspasadas de alfileres, en vez de la persecución tenaz de la Inquisición, sólo caen, a veces, por sus "diabluras", en manos policiales sin mayores consecuencias.




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