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LA CAPITAL. Rosario, agosto de 1977
Mujeres de España en el Río de la Plata En los muelles del Guadalquivir, entre marineros que cantan y tañen cancio-nes con dejos de antiguas aljamas de moros y judíos, algunos armadores venidos del Levante, divagaban sobre las nuevas derrotas y arrumbamientos de las flotas. En el Colegio de los Cómitres de Sevilla, pilotos versados en la cosmografía y en el arte de marear, expertos en el manejo de astrolabios, armellas, cuadrantes y relojes, discurren sobre las maravillas del globo celeste, los siete planetas y las constelaciones del zodíaco, los eclipses del sol y la luna y aquel desconcertante apartamiento de la estrella al paso de la línea del Ecuador. Los cosmográfos, en hojas de pergamino enrejadas de paralelos y meridianos concertados con las longitudes tomadas, según los cálculos echados por las señales celestes desde el meridiano de Toledo, trazaban los nuevos derroteros que llevaban a las más remotas tierras de las más diversas plagas o climas que diera imaginarse, según lo atestiguaban las minuciosas descripciones corográficas. En las gradas de Sevma se congregaba a diario, un abigarrado gentío bajado desde todos los rincones de España. Antiguos mayorazgos venidos a menos, caballeros de hábito con sus puntos y ribetes de soberbia y arrogancia; escuderos hijosdalgos, altaneros y despectivos; licenciados sobrados de lengua que adobaban sus pláticas con aforismos y sentencias latinas; soldados que alardeaban de batallas ganadas y descomunales encuentros que decoraban su vida aventurera; gente moza, afanada en librarse de la escasez y pobreza hogareña: y entre truhanes y tahúres, cofrados de monipodios y huéspedes de mazmorras y calabozos, algún antiguo galeote desorejado por la justicia. Ya se iba perdiendo, poco a poco, aquel temor de la gente de mar a la espantable influencia del signo de Saturno, que los astrólogos ubicaban en el séptimo cielo, desde donde decían que causaba los grandes fríos y la nieve que provocaba la muerte a los que osaban aventurarse en las aguas del Mar Tenebroso, que bañaba las playas de los antípodas. Con todo, lo decía la intencionada y socarrona copla, era aún muestra de hombría y de coraje desafiar la inmensidad y bravura del océano. Don Juan se quiere embarcar, Las flotas sólo habían llevado hombres a bordo. En las galeras, ni al capitán le era dado embarcar a su propia mujer. Don Antonio de Guevara, obispo de Mondoñedo, predicador y cronista del consejo de su majestad, en su tratado sobre "El Arte de Marear y de los Inventores, della con muchos avisos para los que navegan, publicado a mediados del Siglo XVII, dice que "es privilegio de galeras que ni el capitán, ni el cómitre, ni el patrón ni el piloto, ni el remero ni pasajero alguno, puedan tener ni guardar ni esconder alguna mujer suya ni ajena, casada ni soltera, sino que la tal, de todos los de la galera ha de ser vista y conocida, y aún de más de dos servida: y como las que allí se atreven ir son más amigas de caridad que de castidad, a las veces acontece que habiéndola traído algún mezquino a su costa, ella hace placer a muchos de la galera". El 22 de septiembre de 1525, en las instrucciones de Carlos V a Gaboto, se establece una cláusula expresa sobre esta prohibición. La primera vez que se embarcaron mujeres de España para el Río de La Plata, fue en esta expedición de don Pedro de Mendoza, caballero de Alcántara, emparentado con grandes de España y validos de la corte, a quien acompañaban más de treinta mayorazgos y algunos comendadores de San Juan y de Santiago en 16 naves bien provistas y abastadas. En los largos y tediosos días de las calmas del trópico en que los barcos parecían suspendidos en un inmenso mar de aceite, con el velamen caído y fláccido entre las jarcias, este pequeño grupo de mujeres de la expedición, cantaba y bailaba para Osorio, el joven capitán en quien don Pedro de Mendoza habla puesto toda su confianza y al que seguían y admiraban los tripulantes y soldados por su extraordinaria simpatía y su coraje. No sería aventurado pensar que esta adhesión femenina motivo de celos, que despertó entre algunos capitanes allegados al Adelantado lo que movió la terrible y solapada máquina de intrigas de intrigas que llevó a don Pedro de Mendoza, a dictar contra él cruel sentencia de muerte que le dejó apuñalado por la espalda y tirado en las playas del Brasil, con un letrero infamante que le motejaba de traidor y aleve.Entre estas mujeres, venía doña Isabel de Guevara, casada con Pedro de Esquivel, caballero de Sevilla, quien en una carta que escribe a la princesa gobernadora, doña Juana, describe las penurias del hambre y del asedio de la primera Buenos Aires y la parte que tocó a las mujeres de España en esos días de pesadilla y alucinación, y en el azaroso viaje aguas arriba del Paraná, en aquella huida trágica del inhóspito y arisco Río de La Plata en busca de las tierras templadas del Paraguay. En la navegación del Paraná, fueron las mujeres que tomaron a su car-go, además, las penosas tareas de a bordo. Así llegaron al Paraguay en dos bergantines, "los pocos que quedaron vivos", continúa doña Isabel de Guevara y las fatigadas mujeres los curaban y los miraban y les guisaban la comida trayendo la leña a cuestas de fuera del navío y animándolos con palabras varoniles que no se dejasen morir, que presto darían en tierra de comida, metiéndolos a cuestas en los bergantines con tanto amor como si fueran sus propios hijos". Con razón al considerar estos trabajos y penurias -piensa doña Isabel- "que milagrosamente quiso Dios que vivieran para ver que en ellas estaba la vida de ellos": hasta que los soldados guarecieron de sus flaquezas y comenzaron a señorear la tierra y adquirieron indios e indias de servicio hasta ponerse en estado de agora está la tierra". Al mediar el Siglo XVI, 50 mujeres se embarcan en Guadalquivir, con rumbo al Río de la Plata y al frente de ellas, viene una mujer de un temple extraordinario, a quien Josefina Cruz ha llamado doña Mencía la Adelantada. Francisco de Becerra con doña Isabel de Contreras, su mujer, y sus hijas: Isabel y Elvira, vienen en la "San Miguel" la nave capitana. Tienen con los Sanabria una vieja y firme amistad que se prolongará y afianzará de este lado del mar en los nietos que nacerán más tarde y que los unirán en los vínculos de la sangre. Según la capitulación por la cual se nombraba Adelantado del Río de La Plata, a don Juan de Sanabria, éste se obligaba a traer en su flota 100 mujeres, entre doncellas y casadas; pero al morir don Juan antes de que zarpara su flota, le sucede su hijo Diego, y ante las dificultades que demoran la partida de la expedición se le adelanta su madre, doña Menda, con esas 50 mujeres. Las expediciones que habían salido de España, habían venido a conquistar la tierra. Ahora, la expedición de mujeres que encabeza y acaudilla doña Menda, viene a conquistar a los conquistadores, sometiéndoles a la vida hogareña que van echando en olvido en sus multiplicadas nupcias con las indias. Han dejado para siempre los pueblos y las aldeas con sus calles empinadas y torcidas, y las plazas y los portales, donde los abuelos, en las tardes soleadas, platican sentados en bancos de piedra mientras las cigúeñas anidan en las espadañas de las iglesias bajo la gloria de un cielo azul y tranquilo; los caminos polvorientos orlados por monótonas hileras de chopos, con labriegos que vuelven de las eras al atardecer con los bieldo, al hombro, cabalgando en las ancas de jumentos peludos y cansados, y entonando canciones antiguas con sabor de leyendas: los valles al pie de las montañas, con ríos limpios que se despeñan en cascadas, donde pacen rebaños de ovejas con sus pastores trashumantes, con zampoña y callado como los pastores de Belén; y el aposento donde habían pasado toda la vida, con sus paredes enjabelgadas y la ventana abierta sobre el perfumado huerto. Pronto acabaron para ellas las galas con que las damas realzan su natural coquetería y su hermosura; los afeites, el lavar la cara con cuajares; el depilar de las cejas; las pinturas y los lunares postizos; y las unciones con óleo de pepitas de calabaza o con agua de flor de habas a la veneciana para conservar la tersura del cutis. Corrieron así 5 años largos de penurias y sobresaltos, desde que abandonaron el puerto de Sevilla hasta que llegaron a las playas del Brasil. Soportaron heroicamente las tormentas que las arrojaron a la costa del Africa, donde salvaron por milagro de los piratas que abordaron las naves y les robaron cuanto tuvieron al alcance de la mano, para volver a emprender la travesía y llegar por fin al Brasil, y después de soportar el confinamiento a que les somete el gobernador portugués, emprenden la larga y penosa marcha a través de los montes para entrar, luego, de 200 días, al que no en vano habían llamado "Paraíso de Mahoma", señoreado por Irala. Después de 35 años de la llegada a Asunción, de doña Mencía, Garay funda Santa Fe. Al borde de la barranca levanta su casa solariega donde le acompañarán su mujer, doña Isabel de Becerra; su suegra, doña Isabel de Contreras y su hija, doña Gerónima, que casará luego con Hernandarias. Su suegra, fue de las mujeres que acompañaron desde España a doña Mencía Calderón, esposa del malogrado Adelantado don Juan de Sanabria. Diez años después, de fundada la ciudad, muere Garay a mano de los indios y su casa solariega es ahora la casa de su yerno Hernandarias. Santa Fe, en medio de privaciones y penurias, ha ido adelante. Los primeros ranchos de paja son ahora casonas de tapia y techos de teja, con patio, traspatio y corral rodeado todos por un cerco vivo donde vienen a libar las flores silvestres, las abejas de la tierra. Después del primer clérigo y de los primeros frailes franciscanos, vienen los frailes predicadores de Santo Domingo; luego, los jesuitas levantan la iglesia y su colegio del "Nombre de Jesús", linderos de la casa de Hernandarias: y, por último, Hegan los frailes de la real y militar orden de la merced, redentores de cautivos: y junto a la barranca del río, a espaldas de la Matriz, se levanta la parroquia de San Roque, para indios y negros. Se han plantado viñedos y elaborado el vino que se bebe en la ciudad. Feliciano Rodríguez, uno de los primeros vecinos, pues su vecindad se remota a la época de Garay, tiene un gran número de tinajas de barro para el vino que producen sus viñas y un perchel que guarda la cosecha de trigo y de maíz de su chacra vecina. Algunas atahonas con sus mulas tahoneras, muelen el trigo: y en las pulperías, se merca el aguardiente, la miel y el tabaco, que traen balsas y garandumbas aguas abajo desde el Paraguay, y los paños de la tierra que vienen desde los telares de Santiago del Estero o de Córdoba del Tucumán, en las tropas de carreta con toldos de cuero vacuno y las pesadas y chirriantes ruedas de algarrobo. Los mercaderes bajan desde el Perú, y en cambio de las telas y adornos femeninos, llevan de vuelta, en pago, tropas de cientos y aún de miles de vacas, recogidas en los campos de la otra banda del Paraná, o en las estancias del Salado. Algunas damas, como las hijas de Alonso de San Miguel, van a la iglesia en sillas de mano, aunque unos años más tarde la última heredera muere en la más absoluta pobreza en casa de unos vecinos que la alojan por caridad, mientras ella en los años de su vejez, ayuda a su subsistencia tejiendo redes. Varios vecinos tienen un buen número de negros y mulatos esclavos. En la vajilla doméstica hay platos de plata y de cerámica talaverana y alguna porcelana traída desde Oriente por los portugueses trashumantes: y en el ajuar, telas de Ruán y sábanas de Holanda. En los dormitorios, hay cujas con pilares torneados de madera y pesadas colgaduras; en la sala un estrado y a veces, un tapíz de Turquía. las damas visten savas de raja guarnecida, chapines valencianos y zarcillos y ahogadores de oro, de plata o de corales finos. De aquel Alonso de San Miguel, dice que tenía todo lo que había menester así de haciendas como de adornos para sus hijos y para sus hijas. Hubo también otros vecinos, que se consideraban ricos ante la pobreza general, de aquella ciudad a trasmano del Perú, donde en verdad, se acrecentaba la riqueza y el brillo de los linajes. Garay con insistencia suplicaba al rey que remediara su pobreza y Hernandarias a su vez, reitera esta súplica, pero a su mujer, doña Jerónima, no le preocupan semejantes problemas. Una especie de hado fatal parece que se ensañara en este hogar formado por los dos ilustres nietos de las heroicas mujeres que cruzaron a pie los montes del Brasil para llegar a Asunción, a formar hogares a imagen y semejanza de los clásicos hogares de España. Una hermana de su madre, doña Elvira Becerra y Contreras, murió trágicamente a manos de su propio marido Ruy Díaz Melgarejo. Una hermana de su marido Hernandarias, había caido cautiva de los indios. Y el propio Hernandarias, ausente casi siempre del hogar en sus empresas de conquistador, de colonizador y de gobernante, además de eso que llamaban aire perlático, manifestado en un incontenible temblor en las manos adquirido, según los médicos de la época, por el aire nauseabundo, mefitico y deletéreo de los pantanos; y además, de la hemorragia cerebral que le marcó con un rictus, que le dio el nombre de "el boca torcida", entre los bandeirantes del Brasil que le temían por su coraje y por la rectitud de su conducta, soportó la persecución y la afrenta de los procesos que le incoaron sus enemigos para marchar y torturar moralmente con ignonimia al que había sido gobernante ejemplar y austero. Después de su muerte, doña Jerónima, se enclaustra y aisla en su casa. No sale ni a ofr misa a la vecina iglesia de los jesuitas. Tiene un oratorio particular con su altar y los vasos y ornamentos necesarios para el incruento sacrificio, y una imagen de la inmaculada o de la purísima, como prefieren llamarla los frailes de San Francisco. Un franciscano Fray Juan de San Buenaventura, es su capellán, y la asiste diariamente hasta con sus consejos en lo temporal, que al cabo de muy poco tiempo, le convierten en el verdadero administrador de sus haciendas. Interviene en todos los pleitos, transacciones y donaciones. El escribano actúa directamente con él aunque aparece en la escritura doña Jerónima como compareciente. Indica y hace nombrar los apoderados que deben representarla en los juicios. Tiene intervención en todos los complicados asuntos relacionados con las vaquerías en los campos de la otra banda del Paraná, y en los asuntos de familia, pues sus hijas casadas con los descendientes de don Jerónimo Luis de Cabrera, viven en Córdoba de donde de tarde en tarde, llega alguno de sus nietos que vuelve arriando una tropa de vacas o bien abastado de frutos del Paraguay, mercados en Santa Fe por la generosidad de la abuela a través de su capellán y administrador. Así vivió por espacio de 10 años, ausente de todo lo que pasaba a su alrededor. Había cumplido más de 80 años. Las penurias y desabrimientos pasados y la acción de los años, fueron debilitando su memoria y una grave enfermedad, por añadidura, le privó para el resto de sus días de toda lucidez. No da un paso fuera de sus aposentos y de su oratorio, donde los cirios litúrgicos levantan sus llamas estremecidas en la penumbra densa de la clausura, perfumada de incienso mezclado al olor de las flores silvestres que se amustian al pie de la imagen de la virgen, tocada de una pesada corona de plata. En un sillón frailuno de cuero tachonado de clavos, ceñida la cintura por el cordón de San Francisco, una sarta de medallas al cuelo y el rosario de gruesas cuentas de azabache entre las manos sarmentosas y trémulas, pasa sus horas muertas, la mirada apagada y perdida en el aire, asistida de negras esclavos y de indias que, desde muy niñas, vivieron a su lado. Fray Juan de San Buenaventura, con un revuelo de estameñas va y viene por los corredores de pesados pilares de algarrobo tallado a filo de hacha: entra y sale de los cuartos; consulta viejos infolios guardados en un arcón herrado junto a un escritorio, con pequeñas gavetas secretas e incrustaciones de nácar, traído por los misioneros desde las lejanas Filipinas; da órdenes a los negros esclavos y los indios de la antigua encomienda que trajinan en los patios, mientras desde el fondo del solar, bajo el naranjal al borde de la barranca que el río inexorable socava en las crecientes, viene el canto del pesado martillo del herrero, quien golpea en la fragua que trajo Garay desde Asunción aquel lejano día de abril del año 1573, en que partió con rumbo hacia el sur, aguas abajo del Paraná, para abrir puertas a la tierra. En el silencio de su casa solariega se apaga y extingue lentamente la vida de doña Jerónima, recatada y quieta, vestida siempre de ropas negras y lisas sin más adorno que el piadoso sartal de medallas al cuello; los ojos cansados y fijos, como en éxtasis, en la dulce imagen de la virgen unas veces y otras, en la cándida blancura del muro de tapias de su aposento. Hasta que un día, en 1649, tañen las campanas de San Francisco acompañadas del lúgubre clamoreo de las campanas de la Matriz, de los jesuitas, de Santo Domingo, de la Merced y de la parroquia de San Roque. Doña Jerónima ha muerto. Su cuerpo, en una parihuela, llega a San Francisco seguido del guardián revestido de ornamentos de duelo, entre doble fila de clérigos y frailes que salmodian el De Profundis. Frente al Altar Mayor, del lado del Evangelio, abren el sepulcro que guarda los restos de Hernandarias de Saavedra y a su lado depositan el cadáver de doña Jerónima amortajado con el habito franciscano. Se acabó ya toda la pesadumbre y la angustia del pasado; la melancolía de los largos días deslizados en soledad, mientras por aquellos campos dilatados y abiertos, trillaban los primeros caminos, el casco de las cabalgaduras y las hendidas pezuñas de los bueyes uncidos al yugo de pesadas y lentas carretas. En el sepulcro de tierra donde aguardan la trompeta del Apocalipsis, volvieron a unirse los cuerpos de los ilustres nietos de doña Menda, mientras en el Río de La Plata, afianzada ya su conquista, las ciudades de Santa Fe, de Buenos Aires y de Córdoba del Tucumán, habían visto nacer los hógares a imagen y semejanza de los clásicos hogares españoles, que alrededor del que formaron los descendientes de las heroicas mujeres de la éxpedición de la adelantada, se multiplicaban y crecían, según la expresión del salmista, como renuevos de olivos. |