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LA CAPITAL. Rosario, febrero de 1979
Fundación de ciudades en tierras de leyendas. Si decimos que Santa Fe se fundó en 1573, damos sólo una fecha, un número, una referencia abstracta. Podemos agregar que su fundación fue el 15 de noviembre y aún en un rasgo de erudición escolar, que fue en un día domingo, que todo eso lo dice claramente el acta que suscribió Garay en esa ocasión, tantas veces editada y comentada. Pero si pensamos que fue en la segunda mitad del siglo XVI, nos referimos concretamente a un tiempo histórico, a una manera de vivir, a una mentalidad de la gente que vivió en esa época; a su mundo de creencias y supersticiones que determinaban, lógicamente, la conducta de esos hombres que evocamos así, con algo más que con su nombre, su indumentaria y sus hazañas. Porque en la segunda mitad del siglo XVI se conservaba aún, no sólo aquella suerte de ingenuidad con que la Edad Media consideraba los fenómenos de la naturaleza, sino también la creencia en la existencia de ese mundo legendario del que hablaban los "relatos" medievales, mientras, los infundios y trapacerías de tanto aventurero, hacían sus víctimas entre reyes, príncipes y grandes señores de toda Europa amparados, nada menos, que en aquel pensamiento de Aristóteles sobre la unidad de la materia que sólo cambia en sus distintas manifestaciones y que, por lo tanto, agregaban ellos, todo estaba en hallar la técnica apropiada para producir ese cambio y obtener el oro descubierto en tiempos remotísímos en las encandecidas tierras del Egipto. A Raimundo Lulio se le atribuía aquello de que era capaz de convertir los mares en oro si tuviera a su alcance todo el mercurio que necesitaba. Pero Raimundo Lulio había nacido a comienzos del siglo XIII. Sin embargo, Felipe II, en la segunda mitad del siglo XVI, en que se funda nuestra Santa Fe, creía en la trasmutación de los metales y estuvo a punto de caer en manos de ciertos llamados alquimistas para resolver los problemas de su economía. Los apremios económicos de Felipe, le venían desde su padre, el emperador Carlos V, quien en una carta autógrafa dirigida al virrey de Nápoles, dice que le "comen los intereses", y más adelante agrega, casi sin esperanza: "no sé más de dónde hallar un real". Su renta anual era de cinco millones de escudos de oro, según afirma Rodríguez Marin, en una conferencia sobre Felipe II pronunciada en la Real Academia de Jurisprudencia de Madrid en 1927. Sin embargo, su hacienda no daba abasto para los gastos que representaban el sostenimiento de sus ejércitos y la construcción del Escorial. El Nuncio Apostólico en España en 1556, refiriéndose al desequilibrio de las finanzas reales, le dice en una carta al Cardenal Alesandrino, secretario del Sumo Pontífice: "Cuesto Príncipe grandissimamente rico, é grandíssimamente 41' impegnato et le necessitá ogni giorno multiplícano". Y en otra carta, dirigida al mismo Cardenal, dos años más tarde, citada también por Rodríguez Marín, dice refiriéndose a los contratos usurarios que lo abrumaban, que los comerciantes "lo comen vivo": "da i mercanti chi selo mangiano vivo". Entre 1560 y 1587, decía Rodríguez Marín, se gastó en el Escorial cuatro millones cuarenta y cuatro mil diez y nueve ducados; y agrega que muchas cifras más serían menester para expresar la total suma de los gastos de la Corte de España, si se recuerdan sus continuas guerras en Flandes, en Italia y en Francia durante aquel tiempo en que no se ponía el Sol en los dominios españoles. La llegada de una flota de las indias, continúa Rodríguez Marín, aunque cargada de grandes riquezas para el rey, más aparaba que remediaba el perpetuo conflicto de sus apuros económicos, porque se debía tanto que apenas había para empezar a pagar. Esta tremenda angústia económica de uno de los más poderosos reyes de la época, hizo que Felipe II estuviera a punto de caer en manos de alquimistas embaucadores, porque, como decía uno de los embajadores de Venecia en España, refiriéndose a la alquimia, "questa invenzione é molto grata al Re". Así, mientras en Europa, en el siglo XVI, los reyes, los príncipes y los grandes señores no vacilaban en entregarse en manos de tanto mistificador que andaba por las cortes, los capitanes, que trajinaban por tienra de Indias, a costa de su propia vida, ponían sus afanes en la conquista de regiones o ciudades legendarias, como la fuente d ela eterna juventud en la Florida, o la ciudad de los Césares en el Río de la Plata, cuyas mentas corrían desde tiempos de Caboto a orillas del Carcarañá, donde oyeron también hablar de hombres con las piernas al revés, como en los "relatos medievales". Alguna "gran noticia" les llevaba de ordinario a empujar más allá los horizontes, como aquella de ciertas mujeres que peleaban, valientes, como hombre, "señoras de mucho metal de oro y plata", o la riqueza de los Xarayas, o esa ya mentada de los Césares, que inquietaron a Garay y a Hernandarias. Trece años después de fundada Santa Fe, Juan Ramírez de Velasco, Gobernador del Tucumán escribía al Rey, diciéndole que tenía "la gran noticia de una provincia que llaman los Césares" que, ubicada en una vastísima extensión que iba del Atlántico a la Cordillera de los Andes y desde Córdoba hasta el estrecho de Magallanes, donde "había grandes riquezas de oro". Con estos datos precisos, pedía autorización al Rey para hacer una entrada. En ese afán por alcanzar lo inexistente, sin autorización real, lo había intentado anteriormente Garay, que después de fundar Buenos Aires recorrió la costa atlántica hasta las inmediaciones de la actual Mar del Plata; y luego la intentó, pasando algtin tiempo, su yerno Hernandarias de Saavedra, que llevó una expedición en busca de la Ciudad de los Césares hasta la zona cordobesa de Rio Cuarto. Y así, estos hombres, que como el Cid combatían "para ganarse el pan, por que haber mengua del es malu cosa", allanaron caminos y Iundaon ciudades como puntos de apoyo y etapas de un plan estratégico dirigido a descubrir y conquistar un mundo legendario que no descubrirían jamás y que les llevó, entre ansias y congojas, a andar soldados y capitanes, por esos paisajes áridos y secos, y desafiar la salvaje fragosidad de los montes, siempre a riesgo de la vida, para dejarnos, en cambio de sus ilusiones desvanecidas, la realidad de las ciudades y las rutas trilladas en este mundo que no es precisamente el que anhelaban conquistar. |