"MIS ÚLTIMAS CHARLAS CON AGUSTíN ZAPATA GOLLÁN"
Abraham, Juan Carlos

Conocí a Agustín Zapata Gollan, mejor dicho a su obra, cuando se anunció el descubrimiento de los restos de Santa Fe la Vieja, mientras me encontraba cumpliendo con las obligaciones del servicio militar. Años más tarde, muchísimo después, ya en el rol de profesional de la medicina, me tocó atender a su esposa, Dora Gaydou, soberbia dama, cargada de espaldas y de años, que vivía en medio de los recuerdos de su niño perdido trágicamente antes de la primavera de la existencia. Agustín estaba presente en todas las visitas que le hice a doña Dora y luego del examen y los consejos siempre repetidos. Pero, es lamentable, poco podía hacer por ella.

Mis conversaciones con Agustín eran más extensas que las de mi actividad médica. Me confesaba que su "haraganería" había sido el motivo que lo llevó a leerlos testamentos de la época colonial, con los que intuyó el sitio de la ubicación de las ruinas de la primera fundación de Santa Fe. Además, tuvo muy en cuenta la "sapiencia" de los viejos lugareños, trasmitida de generación en generación, lo que le permitió ratificar conceptos.

Su profesión de abogado -me decía- lo "aburría", ya que llevar expedientes en un portafolios e ir a los Tribunales no le producía ninguna satisfacción. Lo que sí puedo afirmar es que nunca antes el defecto de ser "haragán" dio frutos tan magníficos. Su memoria era extraordinaria, privilegiada. Una vez me preguntó si conocía una formación anatómica del cuello, llamada "ramillete de Riolano" (1). Por supuesto que me dio los nombres de las tres formaciones que la constituyen, que yo no recordaba, aclarándome que lo único que despertaba su interés era saber quién había sido Riolano. Lo demás le resultaba accesorio. En otra oportunidad ocurrió lo mismo cuando me inquirió por los espejos del diafragma. El sólo deseaba conocer quién había sido Van Hemont (2), que los había descripto, no la formación anatómica en sí.

Recuerdo todavía con emoción que otra vez, mientras bajábamos las escaleras de su casa, luego de una de las visitas a doña Dora, me dijo al despedirme, con gran halago para mí: "Sos el médico brujo de la tribu, no un galeno universitario".

En otro de los diálogos que tuvimos con motivo de mi atención a su esposa, comenzamos a conversar sobre el eterno y filosófico problema de la vida y de la muerte. Conservo aún el timbre de su voz al expresarme: "¿Sabés? El problema de la muerte no es tal para mi. La verdadera lucha del hombre se entabla al nacer. Y la batalla se libra precisamente contra esa muerte ineludible, que no se puede evitar. Y que tiene relación con la idea de Dios, a quien mi mente no alcanza a comprender en toda su dimensión. De este punto sobre el que tanto han escrito los filósofos, los cristianos y tantos pensadores, trato de no meditar y por ser cosas imposibles de resolver, las he dejado siempre de lado". Así llegamos hasta el último peldaño de la escalera, testigo de tantas reflexiones y consultas.

Mientras desandaba el camino hacia mi consultorio, seguían bulleando en mi interior esa figura patriarcal, esos conceptos firmes y luminosos que sabían adentrarse tanto en los problemas históricos, como en los arqueológicos, idiomáticos, médicos, estilísricos, plásticos y todo lo que abarcaba su amplia formación cultural.

Hoy, cuando la memoria vuelve a unirnos a través de los años, sólo me queda el interrogante que ha atribulado al hombre desde que la chispa divina lo proveyó de raciocinio y convicción: "¿Nos encontraremos en el más allá. Agustín, para proseguir el diálogo que entablamos en vida?



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